Guido Reni en el Museo del Prado
La exposición de Guido Reni en el Museo del Prado ha sido muy esperada y, por fin, ha llegado el momento. Después de las grandes monográficas que se celebraron en 1988 y 1989 en Bolonia y Fráncfort, Reni goza de un nuevo «renacimiento». Desde ayer el gran público puede visitar una muestra que simplemente se ha titulado Guido Reni; toda una declaración de intenciones. Comisariada por David García Cueto, supone la primera gran antológica del artista en nuestro país. Se estructura en once ámbitos en torno a cuatro líneas argumentales que se intercalan de principio a fin. Tienen como foco la centralidad del cuerpo humano y su ideal de belleza, así como el diálogo con la escultura. Ha sido patrocinada por la Fundación BBVA.
En los dos últimos años y sin efeméride de por medio, nada menos que tres muestras abordan y revisan la trayectoria vital y profesional de Guido Reni, pintor boloñés nacido en 1575. En marzo de 2022 la Galleria Borghese dio el pistoletazo de salida con una exposición sobre los primeros años romanos de Reni a propósito de la adquisición de Danza campestre (ver aquí). La pintura había pertenecido a uno de sus grandes patronos, el cardenal Scipione Borghese. Volvía al palacio para el que se había pintado después de casi dos siglos.
En noviembre le tocó el turno al Sädel Museum de Frankfort. Guido Reni The Divine supuso en puridad la primera gran monográfica, a la que ahora pide paso la del Museo del Prado. Aunque nuestra institución ha colaborado en la muestra alemana, el proyecto expositivo de ambas difiere notablemente. Como señaló acertadamente Miguel Falomir en su presentación, la exposición «se disfruta con los ojos, pero invita a reflexionar con la mente».
Falomir incidió también en el redescubrimiento del artista desde mediados del siglo XX. Porque si en vida fue considerado como «divino» y elevado al parnaso de los pintores más eminentes, durante el siglo XIX fue denostado por la historiografía hasta el punto de relegarlo a un segundo plano. Eso mismo sucedió en nuestro país con la versión del Prado de Hipómenes y Atalanta. Adquirido a finales del reinado de Felipe IV y colocado en sus aposentos privados del Alcázar de Madrid, pasó de ocupar los muros de los palacios reales a ser depositado en el Museo de Bellas Artes de Granada. Hubo que esperar a 1964 para que el museo lo recuperase para sus salas principales.
La propuesta del Prado, comisariada por David García Cueto, reúne un total de 96 obras entre pinturas, esculturas, dibujos, libros y un cartón con la figura de Erígone. De ellas, 73 corresponden a Guido Reni, que comparte protagonismo con Tiziano, Caravaggio, Carracci, Ribera, Guercino, Algardi o Morelli. Han cedido piezas un total de 44 entidades entre instituciones públicas y colecciones privadas. Todo ello la hace, sin duda, excepcional. Merece la pena detenerse en cada una de las obras seleccionadas por lo que significan en relación al conjunto.
La restauración de alguna de las piezas, como recalcó Javier Solana en su intervención, ha correspondido a la sobresaliente labor del gabinete correspondiente del museo. No solo se ha recuperado Hipómenes y Atalanta, que dialoga con la versión de los Museos de Capodimonte. También se ha intervenido en San Juan Bautista (hacia 1636) del retablo de las Agustinas Recoletas de Salamanca, patrocinado por el virrey de Nápoles, el conde de Monterrey. Su limpieza ha corroborado su autoría, hasta la fecha incierta. Ahora se expone junto a las versiones de la Dulwich Picture de Londres (1633-1634) y del Palazzo Bentivoglio de Bolonia (1634-1635).
Son cuatro las líneas argumentales en torno a las que se estructura la muestra. Su perfil biográfico, necesario en cualquier exposición de este calado, repasa sus inicios en Bolonia desde su Autorretrato de hacia 1595-1597. Su estancia en Roma será decisiva, pues en ella aprende de Rafael y Caravaggio. La Matanza de los inocentes de la Pinacoteca de Bolonia (1611) o David decapitando a Goliat del Arp Museum (1606-1607) son fiel testimonio de ello. También San Sebastián (hacia 1619) del Prado, que, restaurado para la ocasión, ha recuperado la apariencia original del paño que cubre al santo. A partir de entonces su fama no cesará.
El segundo ámbito lo constituyen los conjuntos temáticos en torno a la idea de la belleza del cuerpo. Esta se amplía no solo a la idealización del cuerpo físico, sino también a categorías más elevadas como la moral, la religión o la ética. Las series sobre san Sebastián se alternan con las distintas versiones de la Asunción o de la figura de Cristo en sus diferentes iconografías. Esta belleza no solo se circunscribe a cuerpos jóvenes, apolíneos o escultóricos (san Sebastián o Hércules son buenos ejemplos).
La ancianidad demanda su protagonismo y su calidad estética. Sirvan como ejemplo las representaciones de san Pedro o san Jerónimo. También los múltiples personajes que aparecen en grandes cuadros de altar como el excepcional Triunfo de Job (1636) de la catedral de Notre-Dame de París, recuperado después del incendio del templo. Supone su primera salida a una exposición, algo a tener muy en cuenta.
Del mismo modo están muy presentes las representaciones femeninas, ya sean religiosas (Salomé, la Magdalena o santas varias), mitológicas (Venus) o históricas (Helena o Cleopatra). En ellas se aúnan además conceptos como la sensibilidad y la tragedia. Se suma también otra sublime cualidad de Reni: el tratamiento de las sedas de los ropajes. Recuérdese que Bolonia era entonces uno de los centros manufactureros más importantes de este tejido.
El diálogo con la escultura es otro de los pilares de la exposición. Las pinturas de Guido fueron pronto tomadas como modelo para este género. El célebre escultor boloñés Alessandro Algardi es el caso más evidente, sobre todo porque también supuso la llegada a España de obras suyas con destino a las colecciones reales. Claro ejemplo es el grupo en bronce de Júpiter y los gigantes (1650-1654). Hoy se encuentra en una colección particular, pero en su día formó parte del conjunto de los llamados “morillos” encargados para Felipe IV a instancias de Velázquez.
Otro ejemplo es el de Giovanni Battista Morelli, que acabó viniendo a España para trabajar al servicio de la corona. La presencia en la muestra del grupo en mármol de Eros y Anteros (hacia 1630) de la colección Liechtenstein, descubierto hace tan solo dos décadas, es muy significativo al respecto.
La última línea argumental es la del coleccionismo e influencia, algo que se ha ido viendo en párrafos anteriores. Más allá de la presencia en la exposición de la Inmaculada del Metropolitan Museum de Nueva York (estuvo en la catedral de Sevilla hasta el siglo XIX y fue pieza clave para Murillo o Zurbarán), es de agradecer el préstamo de otro reciente redescubrimiento. Me refiero a Baco y Ariadna (1617-1619). Hoy es propiedad de una colección privada, pero fue un encargo del boloñés Luigi Zambeccari.
Como epílogo de este texto aunque no menos importante, es necesario recalcar que la exposición viaja también a través de la trayectoria vital del personaje. Además de su fama, en sus últimos años de vida Reni acentuó su afición al juego. Esto le llevó a contraer numerosas deudas cuyas consecuencias se evidencian en su pintura final: una pincelada suelta y deshecha, acelerada, que denota no solo su natural evolución artística, sino también la necesidad de producir cuadros rápidamente para obtener el dinero suficiente con el que saldar sus deudas.
Precisamente por ello, y por lo que en su momento significaba en lo ético y en lo religioso la afición al juego, la última pintura de la muestra es Alma bienaventurada (1638-1642) de los Museos Capitolinos de Roma. Toda una declaración de la salvación del divino Guido.