Una mirada a la pintura mitológica española de los Siglos de Oro
La publicación, en 1985, del libro de Rosa López Torrijos sobre la pintura mitológica en la España del XVII [1], supuso un gran avance y aún hoy sigue siendo un referente para quien estudie el desarrollo del género entre artistas pintores patrios. Acostumbrados a leer que nuestros pintores apenas se dedicaron a pintar cuadros de asuntos mitológicos, lo cierto es que hubo excepciones y que, sobre todo en el ámbito de la corte madrileña, este tipo de obras sí tuvo desarrollo.
Dejando a un lado el ámbito de la pintura mural, ya de por sí amplio, me acercare en los siguientes párrafos a la pintura sobre caballete, mostrando algunos algunos ejemplos que, salvando la brevedad que exige un espacio como este, permiten acercarse a lo que los espectadores de los siglos XVI y XVII pudieron contemplar. Cuadros, pero también telones teatrales o arquitecturas efímeras, fueron testigos de ello y sobre sus superficies desplegaron todo tipo de imágenes alusivas a la antigüedad clásica.
La corona y los grandes coleccionistas de la época recurrieron fundamentalmente a Italia y Flandes para conseguir este tipo de obras y embellecer sus palacios con ellas. Ante este panorama, los artistas nacionales, con algunas excepciones, prácticamente siempre ligadas al ámbito del servicio real, se dedicaron al género de la pintura religiosa, un mercado muy lucrativo si tenemos en cuenta el desarrollo que conocieron por entonces las órdenes religiosas.
Dentro de esas excepciones y aún en el siglo XVI, hay que destacar, por ejemplo, el Ticio encadenado de Gregorio Martínez (Valladolid, 1547-hacia 1598). La pintura resulta singular, sí. Como de costumbre, se desconoce al primer propietario de esta pintura de considerables dimensiones, lo que indica que estuvo colgada en algún espacio principal de un palacio; pero lo cierto es que una obra de este calibre no puede entenderse si no tenemos en cuenta que Martínez se educó con el florentino Benito Rabuyate (Florencia, 1527-Valladolid, 1592) y que además trabajó algunas de las decoraciones efímeras de la época donde, ahí sí, las imágenes alegórico-mitológicas encontraron un amplio espacio de desarrollo.
Las colecciones que conocemos, a través de sus inventarios, nos hablan claramente de lo que acabo de señalar. Pero lo cierto es que, en muchas ocasiones, la parquedad en las descripciones impide saber si el autor de los cuadros mitológicos en ellos referenciados era patrio o foráneo. Solo en algunos casos concretos se alude al artista: sirva como ejemplo Francisco de Cleves, un flamenco que desarrolló su carrera al servicio del V duque del Infantado a finales del siglo XVI –por ello hay que considerarlo más hispano que extranjero– y que se dedicó, en el campo que nos ocupa, a copiar para decorar la residencia de su señor, el Palacio del Infantado de Guadalajara, los cuadros mitológicos de la colección real [2]. Este lucrativo negocio estuvo activo durante la siguiente centuria y sería una de las principales fuentes de ingreso, a parte de su servicio a Felipe IV, del yerno de Velázquez, Juan Bautista Martínez del Mazo.
La presencia de Orrente (Murcia, 1580-Valencia, 1645) es significativa y abre otro filón: en el caso de coleccionar pinturas de artistas españoles, el interés de estos se centró en muchos casos en aquellos que habían viajado a Italia para su formación. Orrente, además, venía a ser la versión “españolizada” de los Bassano, artistas muy demandados entre las élites. El murciano es el autor, por ejemplo, del Nacimiento de Adonis (1610-1620), un cuadro excepcional que poseyó el marqués de Leganés [4] y que responde por su temática con aquel “juego de fábulas, cosa excelente” que vio Antonio Palomino y al que se refiere en su Museo Pictórico (Madrid, 1715-1724).
He mencionado las decoraciones efímeras como espacios donde nuestros artistas tuvieron la posibilidad de desarrollar asuntos de carácter alegórico-mitológico. En este sentido, las de Mariana de Austria (1649) y María Luisa de Orleans (1680) en Madrid supusieron todo un despliegue. Arcos arcos, pinturas, esculturas, fuentes y un largo etcétera, fueron dispuestos en el recorrido para recibir a las nuevas reinas que unía el palacio del Buen Retiro con el Alcázar de Madrid [5]. En ellos, algunos pintores madrileños, capitaneados respectivamente por Francisco Rizi y Claudio Coello, desplegaron todo un corolario de imágenes de las que conservamos detalladas descripciones y, también, muchos dibujos y algunas estampas.
Rizi (Madrid, 1614-1685) desarrolló en paralelo importantes escenas de carácter mitológico mientras dirigió las escenografías y tramoyas que se desarrollaban las representaciones teatrales del coliseo del Palacio del Buen Retiro. En la senda de los escenógrafos italianos Cosme Lotti y Baccio del Bianco, contratados por Felipe IV para dicho espacio, el madrileño pudo desarrollar con cierta libertad todo tipo de representaciones clásicas. De todo ello nos han llegado algunos dibujos, como el del telón de la Biblioteca Nacional en el que aparecen representados el carro de Apolo (emblema tanto de Felipe II como de Felipe IV), el dios pan en alusión a las artes o la Alegoría del Tiempo.
Cambio ahora de tercio ir finalizando. Si hay un cuadro de desnudo por excelencia en la pintura española, esa es la Venus del espejo de Velázquez. E indico expresamente el término “desnudo” y no “mitológico” porque la primera mención documental, cuando aparece en poder del pintor Domingo Guerra Coronel en 1651, lo describe como una representación de una “mujer desnuda”. Dejando a un lado todas las incógnitas sobre para quién fue pintado y con qué propósito, lo interesante es ver cómo se integró dentro de la colección de su primer gran poseedor, don Gaspar Méndez de Haro, III marqués de Heliche y futuro –por entonces– VII marqués del Carpio.
La delgada línea que separa el desnudo y la mitología en esta pintura y su ubicación en un espacio privado del marqués, situada, además, no sobre los muros de la sala sino en la bóveda –alejada por tanto a una primera vista de quien tuviese acceso a la residencia–, ejemplifican la moralidad religiosa de la época en cuanto a las representaciones del desnudo y a sus diferentes lecturas dependiendo de quién la contemplase (y a qué sector de la sociedad perteneciese).
Un ejemplo muy claro sobre lo que acabamos de señalar lo tenemos en la Andrómeda de Juan Antonio Frías y Escalante (Córdoba, 1633-Madrid, 1669). A pesar de trabajar fundamentalmente en el campo de lo religioso –Antonio Palomino no aporta ni una sola mención a otro género que este su biografía–, Escalante pasa por ser uno de los artistas madrileños que más cultivó lo mitológico. Más allá de ser el poseedor –algo muy significativo por cierto– de la Juno de Alonso Cano, han llegado varios testimonios del género a través de sus dibujos. Buen ejemplo de ello es El triunfo de Galatea de los Uffizi [7], pero sobre todo Venus y Cupido [8], un verdadero “rara avis”.
Si la relación con las Venus tizianescas de la colección real es evidente, también lo es con el cuadro de Velázquez ¿lo conoció Escalante? La respuesta no es sencilla, pero hay que recordar que el sevillano pintó en 1659, para el Salón de los Espejos del Alcázar, un cuadro con ese asunto. ¿Quizás tomó esta pintura como modelo y el dibujo es un estudio en sí mismo y no preparatorio para un lienzo? Lo que está claro es que Escalante, formado en Madrid con Francisco Rizi, tuvo acceso a las colecciones reales.
Volviendo a la Andrómeda, se desconoce una vez más quién fue su primer propietario, pues figura por primera vez en el inventario de la Quinta del duque del Arco de 1747, ya en tiempos de Felipe V. Sea como fuere, la representación de la figura femenina nos planta de lleno en la sociedad de la época, pues aquí el desnudo habitual que habríamos encontrado en la pintura italiana ha desaparecido en pos de una recatada y vestida dama que, sin ser evidente, habla de para quién y en qué ambiente pudo ser encargada.
Para finalizar este breve repaso y consciente de haber dejado muchas cosas en el tintero, cabría señalar cómo durante el reinado de Carlos II, más allá de las decoraciones efímeras o murales relacionadas con María Luisa de Orleans o Mariana de Neoburgo, siempre en el ámbito palatino, la pintura mitológica sobre lienzo estuvo dominada por lo italiano. La llegada masiva de pinturas de Luca Giordano, que acabaría recalando en Madrid en 1692 para trabajar al servicio del monarca, copó prácticamente todos los sectores del coleccionismo.
Las residencias reales y las de la nobleza se llenaron de cuadros mitológicos salidos de sus pinceles, apartando prácticamente por completo a los pintores patrios del género. Por ello, es importante aludir, ya a modo de epílogo y aunque sea ya en el cambio al siglo XVIII, a la Alegoría del Agua de Jerónimo Ezquerra y las Alegoría del Aire y la del Fuego de Antonio Palomino. Ambas fueron pintadas hacia 1718-1719 dentro del plan de actuaciones encargadas por Felipe V para la renovación del Alcázar de Madrid, siendo dispuestas, a instancias de Teodoro Ardemans, en el Salón de Grandes [9]. Más allá de su belleza, testimonian una vez más cómo el género mitológico contó con excelentes ejemplos a cargo de nuestros artistas patrios, cuyas pinturas formaron parte de importantes decoraciones en las que compartieron protagonismo con lo italiano y lo flamenco. Á. Rodriguez Rebollo.
[1] López Torrijos, Rosa. La mitología en la pintura española del Siglo de Oro. Madrid: Cátedra, 1985.
[2] González Ramos, Roberto. “Francisco de Cleves, un pintor flamenco en las cortes ducales del Infantado y Pastrana”. Archivo Español de Arte, 313, 2006, pp. 61-76.
[3] Referencial es el estudio de Morán Turina, Miguel y Checa Cremades, Fernando. El coleccionismo en España. De la cámara de maravillas a la galería de pinturas. Madrid: Cátedra, 1985.
[4] Marco, Víctor. Pintura barroca en Valencia [1600-1737]. Madrid: Centro de Estudios Europa Hispánica, 2021, pp. 109-110.
[5] Zapata, Teresa. La entrada en la Corte de María Luisa de Orleans. Arte y fiesta en el Madrid de Carlos II. Madrid: Fundación de Apoyo a la Historia del Arte Hispánico, 2000; e Idem. La corte de Felipe IV se viste de Fiesta. La entrada de Mariana de Austria (1649). Valencia: Universidad, 2017.
[6] De Frutos Sastre, Leticia. “Una constelación Cortesana en torno al Rey Planeta. El marqués de Heliche y la corte de Felipe IV”. En Pita Andrade, José Manuel y Rodríguez Rebollo, Ángel (coords.). Tras el centenario de Felipe IV. Jornadas de iconografía y coleccionismo. Madrid: Fundación Universitaria Española, 2006, pp. 207-269.
[7] Navarrete Prieto, Benito (dir.). I Segni nel Tempo. Cat. exp. Madrid: Fundación Mapfre, 2016, pp. 256-257, nº cat. 141.
[8] Martínez Leiva, Gloria y Rodríguez Rebollo, Ángel. “Venus and Cupid”. En Fecit IV. Spanish Old MasterDrawings. Madrid: José de la Mano, 2011, pp. 9-11, nº cat. 2.
[9] Aterido Fernández, Ángel. El final del Siglo de Oro. La pintura en Madrid en el cambio dinástico 1685-1726. Madrid: CSIC, 2015, pp. 145-146.