UN BORRÓN DE DIEGO VELÁZQUEZ

UN BORRÓN DE DIEGO VELÁZQUEZ

UN BORRÓN DE DIEGO VELÁZQUEZ

* A continuación reproducimos el texto de Carmen Garrido publicado en el número 34 (pp. 136-137) de Ars Magazine.

Al contemplar por vez primera la representación de esta pequeña cabeza de mujer de la colección Delgado, nuestro pensamiento se dirige hacia la escuela veneciana del seiscento italiano por su estética, estilo y tipología, por el peinado y sus adornos y por la técnica con la que está pintada. Por ejemplo, podemos relacionarla con obras de Tiziano, Tintoretto, Veronés y Jacopo Bassano.

Diego de Silva y Velázquez. Dama de perfil. 1629-1630. Óleo sobre lienzo, 24,5×18,5 cm. Colección Delgado. Fotografía: imagen M.A.S.

Se trata de un boceto de mujer de 24,5×18,5 cm, pintado a la “prima” a base de toques muy rápidos que captan lo esencial del personaje. La cabeza está colocada de perfil, y deja de manera insinuante en su pecho frontal el seno derecho al aire. Adentrándonos en la forma de su ejecución y en los resultados obtenidos, tenemos la percepción de que la obra manifiesta un paso adelante en el tiempo, por la manera en la que la figura fue llevada al lienzo y los recursos empleados.

La cabeza, pintada de perfil, se inclina ligeramente desde el cuello hacia atrás, agudizando la visión espacial de este último. Ambos perfiles, los de la cara y el cuello, fueron reforzados con trazos negros que delimitan su desarrollo a la vez que crean a su alrededor el espacio sobre el que se sitúa la mujer, haciendo que resalten sus facciones y volúmenes. Las luces y sombras, hechas al toque directo, se distribuyen sobre la base del color o primera mancha. Su integración es perfecta: pinceladas con la materia muy diluida, a modo de “acqua esporca”, en las zonas en sombra y toques precisos algo más empastados para las lumínicas.

El peinado, derivado del que llevan las figuras femeninas de la escuela veneciana, también se hizo con trazos de distinto tamaño y espesor que al sumarse en nuestra retina configuran el resultado final. Unos toques mínimos de amarillo y blanco indican los adornos del cabello que con gracilidad aparece recogido hacia atrás. La representación se cierra a ambos lados con rápidas pinceladas que logran dar la sensación de los paños de su vestido, introducidos con mayor o menor empaste según quiere el pintor manifestar los volúmenes y hacer destacar las luces sobre los más sobresalientes o remarcar la profundidad de las sombras. Toques mínimos atraviesan su pecho, en diagonal, para indicarlos la presencia de la cadena con la que se adorna.

De su oreja pende el típico adorno del pendiente con la perla tan utilizado en esa escuela italiana, sobre el que finos y mínimos toques puntualizan la incidencia de las luces y reflejos. Esta oreja está bordeada con laca roja pura aplicada con delgados trazos irregulares, que también penetran en el pabellón.

Si bien, en primer lugar, su estética sugiere la de la pintura veneciana, al profundizar en su ejecución percibimos que esta representación supone un avance en cuanto a la evolución de las técnicas pictóricas para alcanzar unos resultados concretos. La forma de concebir la figura, volumétrica y espacialmente, el toque del pincel, mínimo o más grande pero siempre dado con soltura por medio de aplicaciones directas, nos ha llevado a pensar en el pintor sevillano Diego de Silva y Velázquez. Por tanto, no sería para nosotros nada extraño que este boceto femenino de alguna diosa mitológica hubiera sido hecho por él durante su primer viaje a Italia (1629-1630). El perfil del boceto examinado recuerda al de la representación de la Religión socorrida por España (Museo Nacional del Prado) de manera bastante cercana.

La radiografía de la obra revela la técnica seguida por el artista y los materiales con la que ha sido pintada. Sobre una fina tela de tafetán, de 18/21hilos en la urdimbre y 17/19 pasadas en la trama por cm², se extendió una ligera capa de base con alto contenido de blanco plomo (albayalde) y pequeñas cargas de negro y ocre[1].

Velázquez comenzó a pintar sobre telas de alta densidad de hilos por cm² durante su estancia en Italia en su primer viaje. Entre otros muchos cuadros suyos examinados, el primero con estos lienzos cerrados y más finos fue la representación de La Fragua de Vulcano[2](Museo Nacional del Prado). Después los emplearía hasta el final de su carrera artística salvo en contadas excepciones y en algunas de las escenas finales, como La familia de Felipe IV o Las meninas (Museo Nacional del Prado).

Radiografía del cuadro.
Detalle comparativo de las pinceladas en el Retrato de dama y La fragua de Vulcano del Prado.

En el documento radiográfico se destacan sobre el fondo óptico y la primera mancha del rostro y del busto, los toques directos y pequeños que sirven para el realce de las luces de la cara, la oreja, la nariz, el pendiente o los trazos directos algo más grandes de su vestido en donde todos los elementos colorantes del azul (azurita) del amarillo (amarillo de plomo y estaño) están mezclados con blanco de plomo, pigmento que también fue dado en el lateral izquierdo de manera directa y en ciertas zonas muy diluidas como sucede con otros materiales.

Sobre su insinuante pecho hay toques rápidos y cargados de materia, como los de los toques de luz de la cara, que agudizan su forma y su volumen. La densidad radiográfica general del apunte femenino se asemeja al que revelan las dos Villas Médici (Museo Nacional del Prado), que fueron pintadas del natural en esos mismos años del primer viaje a Italia del sevillano[3].

En el cabello se observan pequeños puntos matéricos que corresponden a las decoraciones ornamentales introducidas en el trenzado de su pelo. Son muy similares al toque de luz aplicado sobre la perla que pende del pendiente, lo mismo que a las puntualizaciones dadas para marcar la presencia de la cadena de orfebrería pintada encima del pecho del personaje. La manera de realizar estos adornos podemos verla a través de toda su carrera, tanto en retratos masculinos , como es el caso de El conde-duque de Olivares a caballo (Museo Nacional del Prado) o en todos los femeninos, desde el retrato de Doña Antonia Ipeñarrieta hasta llegar al de Mariana de Austria o al de Margarita de Austria en Las Meninas (todos ellos en el Prado).

Dentro de los cuadros hechos por Velázquez, este perfil puede relacionarse con el del dios Apolo de La Fragua de Vulcano, aunque su posición está más forzada hacia el fondo y es ya un cuadro dado por finito por el pintor y no un boceto. En ambos casos evidencia un gran clasicismo y una manera de pintar cercana. Si observamos las rápidas pinceladas del paisaje del fondo y las de los paños de su túnica anaranjada, unas sobre otras, que vuelan por encima de su hombro derecho y en la que bajan sobre sus pies, encontramos similitudes en la grafía de los trazos, con respecto a los aplicados para visualizar el vestido de esta joven que bien pudiera ser tomada como la representación de una diosa mitológica.

De izquierda a derecha, detalles de las cadenas pintadas por Velázquez en el Retrato de dama (1629-1630); Doña Antonia de Ipeñarrieta (1632); y Mariana de Austria (1652-1653).

Los trazos negros, cortos y paralelos, aplicados en la nuca de la mujer son muy similares en trazo y secuencia o los que podemos contemplar en el cuello del vestido de Doña Antonia de Ipeñarrieta. Encima de la oreja aparece un trazo fino y oscuro, con una intención similar a la de los anteriores, el lograr su realce. En este caso no está pintado con negro sino con laca roja pura, lo mismo que otros toques dados en el pabellón y el inicio del conducto auditivo. También aplica un trazo parecido para delimitar el borde derecho de su seno y del pezón La misma laca orgánica fue empleada para calentar el blanco de la carnación en la cara y en el pecho, dándole un tono rosado[4].

El juego de los paños, a base de zonas en sombra y toques de luces puntuales para destacar unas sobre otras, tiene el sello de la manera de trabajar de Velázquez en cualquiera de sus pinturas. Incluso de igual forma hace los peinados de las mujeres de la corte para marcar los volúmenes y los rehundidos de sus distintas superposiciones.

De la barbilla hacia afuera se observan pequeñas pinceladas, una de mayor tamaño, de un tono agrisado similar a algunos de los que se ven en torno a los amarillos del lado izquierdo de la figura y en las sombras de la barbilla y del cuello. Podrían ser de alguna descarga del pincel. Aunque realizadas en horizontal, la de mayor tamaño tiene una forma alargada semejante a otras de las que aparecen en los fondos de sus cuadros. Muy cercanas en el tiempo son las que hay en el fondo de la Sibila, en el lateral derecho.

La obra ha sido cambiada de formato. El lienzo rectangular sobre el que se pintó fue encolado posteriormente sobre un soporte de gran calidad, posiblemente de roble, de 1 cm de grosor. Las esquinas fueron cortadas en diagonal, dándoseles el formato que hoy presentan. Radiográficamente no se revelan daños sustanciales[5].

En el inventario realizado por don Gaspar de Fuensalida en la Villa de Madrid el 8 de agosto de 1660, en la Casa del Tesoro, a la muerte de Diego Velázquez y de su mujer Juana Pacheco, aparece una entrada en la línea primera del Fol. 699r que reza: «Otro retrato de media cara de un borrión»[6]. Si tomamos la palabra borrión, según se ha interpretado, como borrón, práctica muy habitual de los pintores venecianos y posteriormente de los españoles Greco y Velázquez, ¿podría ser éste borrón el descrito? La palabra borrón es empleada por los tratadistas españoles antiguos, tales como Pacheco o Palomino, referida a una mancha, apunte o boceto realizado de manera rápida a golpe de pincel, precisamente tal como está pintado este cuadro.