Reflexiones en torno a la calidad del arte
Alejandro Vergara, Jefe de Conservación de Pintura Flamenca y Escuelas del Norte del Museo del Prado, ahonda en cuestiones filosóficas, estéticas y pictóricas para tratar de discernir el concepto esquivo de “calidad”. Lo hace en un libro sincero y personal cargado de más interrogantes que respuestas.
Cuando uno empieza Historia del Arte, la primera lección que aprende es que no hay una definición precisa, concreta y específica de lo que realmente es el arte. “Estudiarán cinco años de carrera, leerán centenares de libros y escucharán decenas de clases magistrales, pero saldrán de la Universidad sin saber definirlo”, comentaba un profesor de la Complutense.
Y es cierto. Las diferentes asignaturas –estética, fuentes, técnicas, metodología– tratan de acercarse al término, pero no hacen sino dar círculos en torno a un punto siempre móvil que oscila entre el arte medieval y el Renacimiento, las vanguardias, el arte bruto o el Art Déco, la figuración y la abstracción.
Algo semejante ocurre con el término “calidad”. ¿Qué significa exactamente? Para algunos es sinónimo de bueno, bien hecho o cercano a la perfección; otros lo relacionan con aquello que le gusta, y hay quien considera que necesariamente está vinculado con lo exquisito o elitista. Entonces, ¿qué es la calidad en el arte?
Ese es el punto de partida de las reflexiones de Alejandro Vergara a la hora de escribir este ensayo, que plantea el interrogante desde el primer momento: el título. ¿Qué es la calidad en el arte? está editado por Tres Hermanas y contiene 120 páginas que tratan de ahondar en ese “concepto esquivo” que tiene que ver con la excelencia, la buena práctica o la perfección técnica, pero también con aquello que nos seduce y nos conmueve.
“No es probable que estas páginas consigan definirlo de manera plenamente satisfactoria. A pesar de ello, tratar de comprenderlo merece la pena”, confiesa el historiador y conservador del Museo del Prado en su introducción.
Las dos partes que componen este libro de pequeño formato pretenden abundar en el tema por medio de lecturas, reflexiones personales o conversaciones familiares, incluso con ejemplos concretos de pinturas de Pieter Bruegel el Viejo, Velázquez o Clara Peeters (cuya evolución de menos a más se aprecia en dos obras aquí mencionadas).
De modo que el volumen no se plantea como un texto erudito del doctor en Historia del Arte que es Vergara, sino más bien como un intento por explicar de manera cercana y sincera lo que significa la calidad para un apasionado de la pintura europea.
La idea de escribir este texto tan personal surgió a raíz de otro ensayo relacionado con el número de mujeres expuestas en nuestra primera pinacoteca. «Entonces comencé a reflexionar sobre las razones por las que exponemos en los museos unas obras y no otras», explica a ARS Vergara, que siguió dando vueltas al mismo tema, hasta que tomó forma en un viaje en coche al Alentejo con su pareja.
En el primer capítulo, más teórico y filosófico, plantea sus impresiones personales, sus dudas e inquietudes con respecto al tema, buscando respuesta en los escritos de otros. Alude a la subjetividad del término y a su incapacidad para medir físicamente la calidad, que tiene que ver con otro concepto como es la “cualidad”. Dos palabras españolas que curiosamente se funden en una sola –resultan, por tanto, sinónimos– para el resto de europeos (italianos, británicos, alemanes y franceses).
El segundo apartado, en cambio, resulta más práctico, ya que fija su mirada en el caso concreto de la pintura europea de los siglos XV al XVIII (periodo en el que se ha especializado el autor). Es aquí donde encuentra respuestas satisfactorias, ya que la idea de calidad durante ese periodo específico estaba bien definido, gracias a autores como Alberti, Plinio el Viejo o Cennino Cennini. Durante aquellos años, tanto artistas como mecenas tenían claro que una buena obra debía tener perspectiva, belleza y armonía, ser realista y a la vez rebasar los límites de la propia pintura, asemejarse a los clásicos. Bajo estos criterios, resulta relativamente fácil distinguir entre las piezas de primera calidad y aquellas de menor valor; algo que queda patente con varios ejemplos mencionados en el libro.
Uno de ellos se refiere a Durero y tiene que ver con una carta escrita al mercader Jacob Heller en el siglo XVI, cuando el artista le confiesa que podía pintar “cuadros comunes” y con ellos ganar más dinero que con “otros trabajos más exigentes”. La distinción, por tanto, queda clara. Igual que en el segundo caso, esta vez de nuestro Goya. Al parecer uno de sus clientes pidió en 1805 a un amigo común que intercediese para que el pintor realizase su retrato “como él lo hace cuando quiere”. Sobran las palabras, tras un apunte tan certero.
¿Cuáles son las conclusiones de esta “búsqueda quijotesca” de Vergara? Una de ellas es que el conocimiento de la historia del arte puede proporcionar un acercamiento más objetivo del término “calidad”. Otra, que “valorar en exceso la técnica puede generar una idea monolítica de la pintura, al minusvalorar la importancia de otras cualidades”.
Eso quiere decir que a la hora de calificar una obra intervienen criterios tanto objetivos –mensurables– como subjetivos (a veces inexplicables). Lo importante es ser consciente de ello y tener el valor de reconocer que, en el ámbito artístico, un conocimiento profundo y exhaustivo no siempre proporciona todas las respuestas. Para mí, esa es la mejor lección que proporciona este libro. Sol G. Moreno