Morandi, un contemplador puro en el Guggenheim
La trayectoria plástica de Giorgio Morandi (Bolonia, 1890-1964) constituye la expresión máxima de un mundo propio de uno de los pintores más singulares de la primera mitad del siglo XX. Después de la retrospectiva que organizó el Museo Thyssen-Bornemisza, el Museo Morandi de Bolonia y el IVAM de Valencia hace ahora 20 años, ahora el Museo Guggenheim Bilbao, con el patrocinio de Iberdrola, presenta la muestra Una mirada atrás: Giorgio Morandi y los Maestros Antiguos, que reúne un total de 62 obras que revelan el profundo conocimiento de los grandes artistas clásicos y sobre todo el diálogo atemporal que estableció con ellos, desde los maestros italianos como Masaccio y Piero della Francesca, los Carraci o Bassano hasta los pintores españoles del Siglo de Oro: El Greco, Zurbarán o Velázquez, sin olvidar a Crespi, Chardin o incluso a un metafísico como Giorgio de Chirico.
La muestra, que permanecerá abierta hasta el 6 de octubre, ha sido comisariada por Petra Joos, curator del Museo Guggenheim Bilbao, con la colaboración de de Giovanni Casini y de Vivien Greene, curator senior de arte del siglo XIX y principios del XX del Solomon R Guggenheim de Nueva York, y ahonda en cómo sus naturalezas muertas estuvieron influidas durante más de cuatro décadas, desde 1915 hasta 1960, por la teatralidad del Siglo de Oro español, el naturalismo del Seicento italiano o la geometría de Chardin. En muchas de sus composiciones Morandi se fija en detalles compositivos de El Greco, en la sobriedad de Francisco de Zurbarán para construir formas desde la luz, la humildad de aspectos recogidos por Crespi o la tipología innovadora y elegante de Chardin en el bodegón.
En la presentación el director del Museo Guggenheim Bilbao, Juan Ignacio Vidarte, dijo que Morandi era un pintor inclasificable que buscaba la perfección y recordó que Umberto Eco lo denominó “el poeta de la materia”. Por su parte Rafael Orbegozo, asesor de Iberdrola, patrocinador de la exposición subrayó que la diversidad de espacios del Guggenheim permite exhibir obra en gran formato y pequeño formato y por eso las tres capillas de la planta tercera exhiben muy bien las obras de un artista radicalmente moderno, que supo escapar de los istmos para crear bodegones que expresan una vida tranquila.
Petra Joos destacó que esta muestra desvela la huella de los maestros antiguos en el devenir plástico de Morandi, que se fijaba en los detalles de las obras. Según explicó, Morandi decía que “se puede viajar por el mundo y no ver nada”. Lo cierto es que el artista viajó muy poco y prácticamente pasó casi toda su vida en su ciudad natal, Bolonia. Siempre le interesó conocer en profundidad, muchas veces a través de reproducciones fotográficas, libros, revistas o de la contemplación de obras en museos y exposiciones, a los grandes maestros del pasado porque eso le iba a ayudar a desarrollar un camino propio.
Toda esa serie de referencias en el género del paisaje, pero sobre todo en las naturalezas muertas, le hicieron decantarse progresivamente por un universo donde destacan la quietud y el silencio. El artista boloñés investiga la realidad de los objetos que pinta: sus botellas, latas, cajas o jarrones le sirven para configurar bodegones plenos de simbolismo y de rara intensidad emocional en esos enseres cotidianos.
A base de una paleta de grises y blancos manchados, aunque su cromatismo fue mucho más amplio, Morandi revela unas dotes compositivas que acercan a las personas que admiramos sus obras a adentrarnos en una atmósfera suspendida en el tiempo, lo que confiere un halo de eternidad en ese lento fluir de lo inmóvil, cercano a la idea de Heráclito.
La comisaria de la exposición ha dispuesto las 62 pinturas que conforman esta exposición en tres ámbitos de la planta tercera del museo: Morandi y la tradición del bodegón; Morandi. Un nuevo incamminato; y Espacio y matière. Chardin y Morandi. En la sala 305 cuelgan 16 pinturas, tres de ellas de los siglos XVII y XVIII, que revelan no sólo la maestría compositiva de El Greco, visible en esa copia realizada hacia 1640-1660 de una Magdalena penitente pintada unos años antes por el maestro cretense; la fuerza de Francisco Zurbarán en La Virgen con el niño Jesús y san Juan Bautista niño, 1662, y una Naturaleza muerta con manzanas, uva y un bote de confitura, obra realizada por Luis E. Meléndez en la segunda mitad del siglo XVIII.
Esas tres piezas además de establecer un diálogo emotivo con el pintor italiano, visible en las 13 pinturas de Morandi, revelan su profundo conocimiento de los artistas del Siglo de Oro español, fundamentalmente Velázquez y Zurbarán, al que en las primeras décadas del siglo pasado algunos artistas italianos calificaban como vanguardista y al que también valoraba mucho el crítico y prestigioso historiador Roberto Longhi, quien comisarió una exposición en 1930 en Roma: Los antiguos pintores españoles de la Colección Contini-Bonaccosi, en la que se exhibieron buenos ejemplos de El Greco, Velázquez, Zurbarán y Murillo. En dicho catálogo Longhi destacaba la importancia que esos artistas podían tener en la creación de la primera mitad del siglo XX para el devenir del arte contemporáneo y destacaba que Zurbarán podía ser considerado “el mayor constructor de formas mediante la luz, detrás de Caravaggio pero delante de Cézanne”.
Toda esa influencia e interés de Morandi por la pintura española resulta de gran interés al contemplar ese jarrón de flores de 1915, varias naturalezas muertas de los años 20 y 30, con esos fondos clásicos, de los que parecen emerger sus botellas, jarrones y cuencos, que posteriormente se irían iluminando y depurando en composiciones de los años 40 y 50 en las que sus flores y objetos se fueron aclarando hasta alcanzar momentos de belleza extrema en sus pinturas de flores, pero también la armonía en las naturalezas muertas, inspiradas en las obras de Zurbarán y Meléndez.
En la siguiente sala, Morandi. Un nuevo incamminato encontramos 25 pinturas, cinco de ellas de artistas como Jacopo Bassano, Giuseppe Maria Crespi o Pietro Longhi, todos ellos procedentes de los museos de Bolonia. La capital de Emilia-Romagna tuvo durante los siglos XVI y XVII, fundamentalmente, una escuela pictórica de gran valor plástico, caracterizado por la interpretación inmediata y expresiva del naturalismo, cuyos mayores exponentes fueron los Carraci, que además fundaron en 1582 la Accademia degli Incamminati, y que quizá en esa indagación del pasado el propio Morandi encontró su camino propio en la pintura.
Al contemplar la obra maestra de Guido Reni en la Pinacoteca Nacional de Bolonia, Virgen con el Niño en gloria y los santos patronos de Bolonia, 1630, Morandi como ya le ocurriera con algún cuadro de El Greco con las flores reparó en cómo Reni representa la ciudad de Bolonia. Y lo mismo le sucedió con el artista boloñés Crespi, en cuyas pinturas de género, se observan naturalezas muertas, género decisivo en la trayectoria de Morandi, junto a sus paisajes.
En las veinte piezas de Morandi expuestas en esta parte se observa una evolución de las naturalezas muertas de los años 20 e incluso de la primera parte de la década de los 30 con las que haría más tarde donde fue fijando un canon depurado como en esa pintura de 1936, procedente de la Fundación Magnani Rocca, Marmiano de Traversetolo de Parma, con una iluminación cuidada que entra por la izquierda de la composición; otra de 1951 con esa serie de diferentes botellas, solamente perfiladas, del Museo Morandi de Bolonia; o la esencialidad conseguida cuatro años más tarde en la imagen de una elegante botella, junto a otro pequeño objeto, fijada por el maestro boloñés, que hoy forma parte de la Fundación Mattioli Rossi de Suiza.
Por último, la sala Espacio y matière: Chardin y Morandi, en la que podemos admirar 21 obras, tres de ellas del pintor francés Jean-Baptiste Siméon Chardin (1699-1779), cuyos castillos de naipes y composiciones domésticas supusieron una evolución del género hacia una tipología de naturaleza muerta moderna.
Morandi conoció la obra de Chardin en revistas francesas como L’Amour de l’ Art en 1920 y una década después en Valori Plastici, que recogió en 1931 una edición ilustrada de André de Ridder sobre el pintor francés. Esa mirada a la obra de Chardin le inspiró y todavía le conmovió más cuando en 1956 conoció in situ dos obras de Chardin en su viaje al Kunstmuseum de Winterthur: Naturaleza muerta con granadas y uvas (1763) y una versión de El castillo de naipes (después de 1735), en la que Morandi observó cómo estaban dispuestas las cartas, algo que entroniza en la manera de componer seriada que, de algún modo, llegaron a compartir ambos artistas.
Resulta muy interesante ver hasta qué punto en las naturalezas muertas de Morandi a partir de la década de los 20 y hasta mediados de los 50, el pintor que habitó en la Via Fondazza fue introduciendo algunos elementos similares a los incluidos por Chardin, aunque sustituyó los castillos de naipes por las formas geométricas sugeridas con esa serie de cajas y objetos o incluso flores. Hay también algunos hallazgos sobresalientes como las dos naturalezas muertas de 1955, una de la colección del Museo Stedelijk de Amsterdam y otra del Museo de Winterthur, con esas cajas dispuestas en el extremo de una mesa, que ejemplifican la elegancia y el mundo propio que cultivó Morandi, siempre pintó lo que veía frente a él como un contemplador puro. Julián H. Miranda