El intimismo de Isabel Quintanilla en el Thyssen
Entre el grupo de Realistas de Madrid formado por Antonio López, Julio López y Francisco López y cuatro mujeres pintoras, Amalia Avia, Esperanza Parada, María Moreno e Isabel Quintanilla, tal vez sea esta última la más desconocida para el público español porque muchas de sus obras están en colecciones y museos alemanes, país que se sentía fascinado por sus pinturas y dibujos desde la década de los 60 y años posteriores. Ahora el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza le dedica una exposición retrospectiva, con más de un centenar de obras, 90 de Isabel Quintanilla (Madrid, 1938-2017) que reparan un cierto olvido en torno a una de las grandes pintoras figurativas españolas de las últimas seis décadas. Tanto el Centro Conde Duque en 1996 con una monográfica, la galería Leandro Navarro con una individual o su presencia en la colectiva Realistas de Madrid que organizó el Thyssen en 2016 han sido de las pocas ocasiones que hemos podido acercarnos a conocer una obra intimista llena de matices.
Como subrayó Guillermo Solana, director artístico del Museo Thyssen-Bornemisza, es la primera vez que el museo dedica una exposición individual a una pintora española en sus más de 30 años de historia y lo ha hecho porque es algo que merecía la pena por lo que tiene de valor afectivo y emocional desde que se eligieran un conjunto de obras para Realistas de Madrid en 2016. Y añadió que desde ese momento se pensó en organizar esta monográfica, que ha contado con la labor entusiasta de Leticia de Cos como comisaria, que no solo ha investigado en su obra sino que ha sido capaz de localizar donde estaban las obras, muy dispersas en museos y colecciones particulares, y situar a Isabel Quintanilla dentro de la Historia del Arte y su relación con la pintura alemana del siglo XIX.
Patrocinada por la Comunidad de Madrid y por Japan Tobacco Internacional, cuenta con el apoyo de Uniclo para que los visitantes puedan acceder gratuitamente los sábados, entre las 21 y las 23 horas, a la exposición de Isabel Quintanilla y su realismo íntimo. La muestra abre sus puertas desde hoy y permanecerá abierta hasta el 2 de junio.
Leticia de Cos, visiblemente emocionada, ha recordado los tres años de intensa actividad que ha hecho posible la muestra, de su relación con Isabel Quintanilla y con los familiares y amigos de su entorno, recordando que ella no pintaba nada que no formara parte de su realidad. Le preocupaba la luz y aquellos objetos de su realidad más inmediata, que para ella eran queridos y en los que laten parte de sus vivencias, casi siempre sugeridas de homenaje a su madre, al trabajo de Francisco López, su marido escultor, su hijo y la conexión con sus amigas y compañeras.
Un mundo de evocación, de ausencia, con sus seres y objetos más cercanos. A lo largo de más de seis décadas Isabel Quintanilla cultivó el bodegón, los paisajes de ciudades o parajes que amó, los interiores en los que transcurría la vida, su mundo más próximo y la naturaleza doméstica.
La pintora madrileña fue capaz de ir construyendo un universo muy personal, donde siempre intentó ir resolviendo los enigmas que la pintura plantea a los que quieren ahondar en la experiencia de representar la realidad para transformarla. Como ella decía «Yo pinto mi estudio porque es lo que tengo aquí, lo veo todos los días y me gusta pintarlo» y apostilla en el catálogo la comisaria que «la pintura de Quintanilla es siempre autobiográfica».
Nacida en plena Guerra Civil, Isabel Quintanilla se quedó huérfana de padre cuando apenas tenia tres años y su madre tuvo que sacar adelante a sus dos hijas como modista. Desde muy joven tuvo muy clara su vocación como artista y a los 15 años ingresó en la Escuela Superior de Bellas Artes de San Fernando, entrando en contacto con Antonio López, Julio López, Francisco López y María Moreno, que estaba en su curso.
Seis años después obtuvo el título de profesora de Dibujo y Pintura y ejerció como docente, exponiendo en una colectiva que organizó la Fundación Rodríguez Acosta de Granada.
En 1960 se casó con Francisco López y se fueron a Roma, ciudad en la que vivieron durante cuatro años, porque su marido había obtenido el Gran Premio de Arte de la Academia de Bellas Artes. Allí nació su hijo Francesco y entraron en contacto con muchos creadores, músicos y escritores. Los viajes por Europa y su curiosidad hicieron que creciera como ser humano y artista. Al regresar a España retomó su actividad como docente sin dejar de pintar, y en 1966 la galería Edurne de Madrid le organizó una individual con obras que había creado en Roma.
1970 fue un año decisivo para el posterior reconocimiento de Isabel Quintanilla cuando conoció el Ernest Wuthenow, socio de la galería Juana Mordó, quien promocionaba a los artista de Juana en el extranjero, que junto a los galeristas Hans Brockstedy y Herbert Meyer-Ellinger consiguieron que su obra se conociera durante esa década y la siguiente, bien en colectivas o en la Documenta de 6 de Kassel (1977) o en individuales en Fránfurt, Hamburgo o Darmstadt, entre otras ciudades alemanas. Un país que descubrió el potencial de la pintora madrileña, que también presentó sus obras en París, Nueva York, Helsinki, Róterdam y en colectivas por varias ciudades españolas como Santander, A Coruña o en el Museo del Prado.
Leticia de Cos ha dividido las 104 obras en seis ámbitos de su universo íntimo. Son 104 obras, 90 de ellas de Isabel Quintanilla, entre pinturas y dibujos, que abarcan desde 1956 hasta 2017, más otras doce de sus tres amigas y compañeras: María Moreno, Esperanza Parada y Amalia Avia, y un par de esculturas realizadas por Francisco López que representan a su mujer en 1972 y en 1978. Y se cierra con un documental titulado las Maribeles, a partir de imágenes de archivo de Tomás Bañuelos que se tomaron a mediados de los años 90.
La primera sala, Temprana declaración de intenciones, reúne un conjunto de nueve obras. Un autorretrato a lápiz de 1962 de su etapa romana, donde apunta el virtuosismo que alcanzaría unos años después, junto a ocho óleos, desde su temprana La lamparilla, un bodegón de 1956, hasta ese otro ante la ventana, pintado tres años más tarde, con una composición recurrente de situar objetos junto a ese recurso tan habitual para los pintores de esa época; pasando por Frutero (1966) y Bodegón Siena (2017) ambos de colores vibrantes pero separados por más de 50 años de distancia. Sin olvidar su visión urbana de Roma (la casa roja) en 1962, y Delfos (1963) en uno de los viajes que hizo con Francisco López un año después estando en la capital italiana, y sobre todo Pensamientos y reloj (1964), con esas flores en un vaso y ese reloj aparentemente olvidado en una mesa, que desprende el misterio y una reflexión sobre la fugacidad de la vida y el misterio del tiempo.
A Isabel Quintanilla le atraía pintar bodegones cotidianos, en una sección titulada como Pintura de proximidad. Son 29 obras, entre dibujos y óleos, en los que se inclinó por usar la luz para moldear los objetos que plasma en papel o en las telas. Son naturalezas muertas en las que no faltan objetos personales que nos hablan de su vida cotidiana, junto a frutas y verduras, vasos en repisa, medicamentos, electrodomésticos de época, una nevera, aunque hay que destacar Homenaje a mi madre (1971) con esa máquina de coser, tijeras y dedales de una persona tan importante para ella; Bodegón del periódico (2005) y esa colección de vasos de Duralex, de los que realizó numerosas versiones.
La emoción de la ausencia recoge alrededor de una veintena de dibujos y óleos en torno a los interiores domésticos de su casa o del colegio, que le sirven de motivo pictórico con una gradación de luces nocturnas o diurnas del mismo encuadre, visible en Atardecer en el estudio (1975) y Nocturno (1988-1989), donde introduce luz artificial en Habitación de costura (1974), El teléfono (1996), La noche (1995) o en Interior. Paco escribiendo, del mismo año, donde capta a su marido reflexionando antes de hacer unas anotaciones nocturnas bajo la intensidad de una lámpara de despacho.
En el cuarto ámbito, Más que compañeras, cuelgan tres bodegones y un paisaje nocturno de su amiga y cuñada Esperanza Parada, casada con el hermano de Francisco, el escultor Julio López Hernández; tres óleos y un dibujo de su compañera de estudios María Moreno, esposa de Antonio López, donde las ventanas, el bodegón y el jardín son los géneros abordados por ella; y cuatro óleos sobre tabla de Amalia Avia, donde no faltan el comedor, el aparador o La casa de Cristina (1983), sin dejar de mencionar ese dibujo a lápiz que hizo Isabel para plasmar a su marido dibujando a Antonio López en 1974, con pleno dominio del espacio.
Los paisajes que más quiso fueron Roma, San Sebastián, Madrid y la sierra madrileña y alrededores como Vista de Riaza (1990-1991), con ejemplos como El Jarama (1966) vinculado a la novela de Sánchez Ferlosio; el modo de captar el mar donde extrae la inmensidad del Cantábrico en una gama infinita de azules ocupando toda la superficie del lienzo.
Y por último Hortus conclusus. Naturaleza doméstica, en los que Isabel Quintanilla fijó su mirada en el modo de pintar la naturaleza, desde El jardín de la Academia (1963) a El jardín (1966) mucho más lirico, o su modo de trasladarnos de cómo eran los patios de las casas y talleres que habita y todas esas especies y frutas que le han suscitado atención: alhelíes, uvas, higueras, cipreses o limones, entre otras. La sensación que deja visitar el mundo que expresó en sus obras Isabel Quintanilla es una sensación de recuperación de la memoria de lo que ya no es, un mundo de ayer que todavía queda en nuestro recuerdo.