Apoteosis del Barroco en el Prado
Darse la mano no es solo una exposición de escultura del Siglo de Oro español en el Prado. Es eso y mucho más. Manuel Arias empezó a pensar en esta muestra hace cuatro años, cuando llegó al museo madrileño procedente del Museo Nacional de Escultura de Valladolid; pensó en una exposición que hiciera justicia –liberados ya de los tópicos y miedos– a un capítulo esencial del arte español del barroco. TEXTO: Fernando Rayón
Londres y Washington se habían adelantado al Prado organizando exposiciones que pasmaron a un público culto y exigente e hicieron justicia a unos creadores que, a veces, esculpían de rodillas en oración y que transformaron la madera en algo más que arte. Faltaba nuestra primera pinacoteca, pero ya no.
El Museo Nacional del Prado ha inaugurado la muestra Darse la mano. Escultura y color en el Siglo de Oro con un discurso claro desde el principio: el color estuvo presente en la escultura desde la Antigua Grecia.
El paso del tiempo y un neoclasicismo mal entendido borraron aquellos brillos donde pudieron; pero hoy, gracias a recreaciones, podemos imaginar la policromía de la escultura desde Fidias en el Partenón hasta las portadas románicas y góticas de nuestras catedrales.
Aunque la muestra no va de eso, sí que incluye piezas excepcionales como la Venus Lovatelli del siglo I del Museo Arqueológico de Nápoles o los frescos, también pompeyanos, de Diana y Apolo.
Si algo hay que agradecer de aquella tragedia de Pompeya y Herculano, es que podamos hoy tener estas piezas que aún conservan su color y que no chirrían a nuestra mirada del siglo XXI.
A partir de esa primera sección –Dioses y hombres de bulto y de colores– Darse la mano aterriza con Escultura para la persuasión, con un análisis de lo que añadía la talla a la pintura y la mayor difusión del grabado.
Pero son, sobre todo, los dos capítulos siguientes –Artífices y mediadores divinos y humanos y Volumen y policromía– los que despliegan un espectáculo difícil de ver a no ser que uno viaje por toda España.
Pero también por la calidad indiscutible de tallas como el San José con el Niño de Alonso Cano la catedral de Granada; la Sagrada Familia de La Roldana del Museo de Guadalajara o la Virgen con el Niño de Pedro de Mena de la Colección Granados. Han venido piezas que son todo un espectáculo.
La María Magdalena y el San Juan Bautista de Juan de Juni han viajado desde el Museo Nacional de Escultura de Valladolid; y el Santo Tomás y San Judas Tadeo han descendido desde los 15 metros de altura donde viven en el retablo de la Catedral de Astorga para permitir que el ojo descubra lo que no puede ver desde el suelo: una policromía original y única, conservada milagrosamente, que reproduce imágenes mitológicas y clásicas que escaparon a la censura escrutadora de la Inquisición.
Y es aquí donde la exposición empieza a crecer. Ya no es solo Juan de Juni el creador de estas obras descomunales; sino que, en la ficha del autor, a su lado, aparece el desconocido Juan Tomás Celma como policromador.
Y ya no figura solo Gaspar Becerra como artífice de estos dos santos tremendos de Astorga, sino que a su lado están Gaspar de Hoyos y Gaspar de Palencia como policromadores: los que daban vida a aquel poderío escultórico. Por ahí van las investigaciones recientes en el mundo del arte y la exposición se hace eco de todo ello.
Negro luto en un juego de espejos es ya la apoteosis del Barroco. Se comprende muy bien que para instalar la Virgen de la Soledad de Luis Salvador Carmona, que se conserva en el Real Sitio de San Ildefonso, vinieran las camareras de la Hermandad a vestir a la Virgen.
A su lado tenían dos obras maestras de la pintura del siglo XVII para inspirarse: la Virgen de la Soledad de Alonso Cano de la Catedral de Granada y la de Sebastián Herrera Barnuevo del propio Prado.
Las dos pinturas y los grabados vecinos representan exactamente, en un trampantojo típico de la época, la milagrosa talla, que otros conventos y coleccionistas encargaron reproducir.
Y así se llega a Sed tengo, monumental paso de Semana Santa de Gregorio Fernández, traído desde el Museo de Valladolid. Y a su lado, recogido en una especie de capilla que Mónica Boronello ha diseñado para la muestra, el Cristo yacente del mismo autor.
Cuando esta escultura viajó a Londres, el comisario de la muestra, Xavier Bray, y los artistas contemporáneos Ron Mueck y Damien Hirst –a los que estaba haciendo una visita guiada– se encontraron con una señora filipina rezando el Rosario junto a la escultura.
Mueck comentó: «Esto nunca lo conseguiremos nosotros». Ver de cerca las rodillas llagadas de este Cristo yacente y la sangre de su costado –obra de Diego de la Peña y Jerónimo de Calabria– es otro de los ‘momentazos’ de la muestra.
Una exposición que pone el broche final con otra pieza extraordinaria: el Cristo del perdón de Luis Salvador Carmona. No se pierdan su espalda. Y tampoco, cuando esté en YouTube, la presentación de la muestra que hizo Manuel Arias en el salón de actos del Prado. Sin apuntes, por cierto. Ni el catálogo, que es libro para coleccionar. Vayan pronto a verla, aunque haya colas. En procesión, si es necesario.