Una belleza limpia. Zóbel en el Museo del Prado
El pasado lunes se presentó una exposición no exenta de polémica aunque ciertamente justificada, que supone la entrada del arte contemporáneo en la programación temporal de la institución. Más allá de las simpatías o fobias que pueda despertar entre quienes la consideran, o no, apropiada para un museo “de arte antiguo”, lo cierto es que la claridad del discurso expositivo y de su montaje evidencian que Fernando Zóbel fue más que un mero visitante del Prado. Dueño de un ojo cosmopolita, en su obra se funden las tradiciones del arte asiático y europeo tal y como puede verse ahora en una muestra que ha sido posible gracias a la participación de la Fundación Juan March y de la Ayala Foundation de Manila. Comisariada por Felipe Pereda y Manuel Fontán del Junco, podrá visitarse hasta el 5 de marzo de 2023.
“El Prado no puede renegar de aquellos artistas en los que el museo incidió de una manera decisiva en la forma de desarrollar su arte”. Con estas palabras de Miguel Falomir, director del museo, daba comienzo a la presentación de su nueva propuesta expositiva: Zóbel. El futuro del pasado, toda una prueba de fuego para una institución que acaba de abrir sus puertas a la “contemporaneidad”. Hombre profundamente cosmopolita –nació en Manila, se formó en Estados Unidos y después regresó a España–, Fernando Zóbel de Ayala (Manila, 1924-Roma, 1984) amó, estudió y coleccionó el arte del pasado, reinterpretándolo en su propia obra para devolverlo después al espectador.
Sobre la idoneidad de dedicarle una exposición en el museo –ya contó con una monográfica en 2003 en el Reina Sofía– también se pronunció Manuel Fontán del Junco, Director de Museos y Exposiciones de la Fundación Juan March y uno de los comisarios de la misma. A riesgo de ser, evidentemente, una propuesta arriesgada dentro de uno de los templos del arte clásico, Fontán planteaba “¿qué hace un artista como Zóbel en el Museo del Prado?”. Y lo cierto es que es innegable que ese “aún estoy aprendiendo a ver” al que el Zóbel aludió en 1971 cuando se cuestionaba cómo pintar –y que no deja de recordar a Aún aprendo de Goya– tiene mucho que ver con el tiempo que dedicó a estudiar a los maestros antiguos en sus numerosos cuadernos de dibujo, hoy en su mayoría conservados en la Fundación Juan March.
Este ‘polémico’ protagonista conversó con los grandes maestros del pasado a través de sus dibujos, de sus apuntes, de sus acuarelas. Visitó museos de todos los continentes, pero puso especial énfasis en el Prado, al que acudió asiduamente como copista. Sus admirados Zurbarán, Van der Hamen, Velázquez o Goya –también Tintoretto y tantos otros– son asiduos compañeros de sus cuadernos de dibujo, que ahora regresan al museo como ‘objeto de exposición’. Estos justifican en sí mismos la presencia de Zóbel en el Museo, que se acrecienta además, con las donaciones de dibujos antiguos y estampas de su colección que hoy se forman parte de las colecciones sobre papel del museo.
Felipe Pereda, Fernando Zóbel de Ayala Professor of Spanish Art de la Universidad de Harvard y el segundo de los comisarios, recalcó la original propuesta del artista sobre cómo expresó la modernidad, sobre cómo reinventar el pasado. Porque aunque la de Zóbel fue una vocación decidida hacia la vanguardia, no por ello rompió con el pasado. Todo lo contrario, volvió a él con la vocación de quien lo redescubre para «enseñar a ver», de ahí el subtítulo de la exposición: El futuro del pasado.
Centrando ya nuestra atención en la muestra, esta se ha dividido en cinco ámbitos que reconstruyen el itinerario vital y artístico de Zóbel, siempre teniendo en cuenta la máxima de aprender a mirar. En un sentido cronlógico, arranca en sus primeros años. Nacido en Manila en el seno de una familia española –el arte asiático siempre estaría muy presente en su obra–, en 1946 se trasladó a Boston dejando atrás una ciudad destruida por la Segunda Guerra Mundial. Allí quedó fascinado por la Vanguardia y gracias a Walter Gropius conoció a Josef Albers, Joan Miró o George Grosz. Su paso por la Universidad de Harvard ampliaría sus horizontes, que quedan reflejados en algunos préstamos extraordinarios de esta institución –como recalcó Felipe Pereda– que han viajado a Madrid.
En 1951 Zóbel vuelve a Manila y redescubre el arte asiático, su amor por el paisaje y por la caligrafía, en la que aúna por un lado la herencia del pasado de artistas «clásicos» como Munakata Shikō o Morita Shiryū, con la vanguardia de Rothko o Pollock. También se acerca al arte filipino por lo que este aglutina de vernáculo, colonial y asiático a un mismo tiempo. Su intensa actividad artística culminaría con la apertura, en 1961, de la Ateneo Art Gallery.
Uno de los espacios más atractivos de la exposición es el que aborda sus conversaciones con los grandes maestros, especialmente con aquellos del Prado. Su insistencia a la hora de estudiarlos, dibujarlos y analizarlos para después transformar su experiencia en obras de vanguardia se evidencia de nuevo en la presencia de sus cuadernos junto a pinturas como La Santa Faz de Zurbarán y el aguafuerte de 1964 en el que esta se transformó (también en óleo y purpurina de bronce sobre óleo, ya completamente abstracto); o en la Alegoría de la Castidad de Lorenzo Lotto, que se ha prestado de manera excepcional para reunirse junto a varios de los estudios preparatorios para El sueño de la docella –propiedad de la Universidad de Harvard–, pintura esta última realizada en 1967 y de la que han venido a Madrid las versiones de Fogg Museum de Cambridge (Massachusetts) y del Bellas Artes de Bilbao.
Las dos últimas secciones se acercan, primero, a lo que los comisarios han denominado «Imágenes dialécticas», en las que, a través de distintos medios como la fotografía, los pinceles o la pluma, exploran la memoria del pasado a través de una técnica muy limpia y depurada, una «belleza limpia» que se aprecia en obras de mediano y gran formato. Estas continúan, como colofón, en «Paisajes del pasado y del futuro», con composiciones donde se advierte su admiración por Cézanne y y particularmente de Bonnard. Son obras alejadas de la imitación, concebidas como memoria de una experiencia filtrada a través de la historia, como las que tienen que ver con sus visiones de Cuenca, donde, recordemos para finalizar, Zóbel se arriesgó a fundar el Museo de Arte Abstracto Español en un momento, 1966, en el que este tipo de creaciones se encontraban todavía en los márgenes de lo político del momento.