Sueños de Magritte en el Museo Thyssen de Madrid
El singular surrealismo de René Magritte (1898-1967) abre hoy la temporada de otoño del Museo Thyssen-Bornemisza– con la colaboración de la Comunidad de Madrid- y nos sitúa gracias a la selección de Guillermo Solana, director artístico del museo madrileño, ante esa serie de variaciones temáticas representadas en sus cuadros porque esos hombres con bombín, los cielos surcados por pájaros, su pipa y esas mujeres solitarias cabalgando por un bosque, entre otras temas nos adentran en las constelaciones de un pintor muy poco presente en las colecciones de nuestro país e incluso en las pocas exposiciones en torno a él, desde la organizada por la Fundación Juan March hace 32 años y la que tuvo lugar en la Fundación Miró hace 23 años. La máquina Magritte estará abierta en Madrid hasta el 30 de enero y luego viajará a Caixaforum Barcelona, donde podrá verse del 24 de febrero al 5 de junio.
En la presentación de ayer estuvieron presentes la consejera de Cultura, Turismo y Deporte de la Comunidad de Madrid, Marta Rivera de la Cruz, que destacó la generosidad de los cedentes y museos para que esta muestra dedicada a Magritte fuera posible; el presidente de la Fundación Magritte, Charly Herscovici; y Guillermo Solana, quien explicó que Magritte es un artista “complicado intelectualmente porque cuando crees tenerlo se te ha escapado”. Y añadió que a través de las obras seleccionadas se puede ver cómo siendo un autor figurativo con tendencia al delirio era siempre muy riguroso en su proceso de trabajo, con una serie de motivos recurrentes y variaciones sobre ellos, gracias a un lenguaje muy depurado que nos alerta de las trampas de las imágenes.
A través de 95 pinturas y una instalación con fotografías y películas nos adentramos en un artista ingenioso, audaz, capaz de plasmar imágenes que provocan y, a veces, pueden suscitar la reflexión y de ese modo alterar la percepción del que mira un universo tan personal como el que Magritte supo construir a lo largo de su trayectoria. Este esfuerzo ha sido posible por los préstamos de museos públicos, de galerías de arte y de colecciones particulares, junto a la Fundación Magritte. De las colecciones españolas destacan la composición La llave de los campos, del Museo Thyssen, dos óleos del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía y una de la Colección Telefónica.
El recorrido de La máquina Magritte, instalada en las salas de la planta principal del Museo Thyssen-Bornemisza, se estructura en siete ámbitos: Los poderes del mago, Imagen y palabra, Figura y fondo, Cuadros y ventana, Rostro y máscara, Mimetismo y Megalomanía. El pintor belga hizo una reflexión sobre su producción como creador: “Desde mi primera exposición, en 1926, (…) he pintado un millar de cuadros, pero no he concebido más que un centenar de esas imágenes de las que hablamos. Este millar de cuadros es el resultado de que he pintado con frecuencia variantes de mis imágenes: es mi manera de precisar mejor el misterio, de poseerlo mejor”, porque probablemente él quiso plantearse y plantearnos una búsqueda alrededor de la pintura, usando la paradoja que puede conducir a que surja en ocasiones lo increíble y lo inesperado en esa serie de repeticiones sobre el mismo tema.
Lo metapictórico como dinamizador de nuevas ideas y de pensamientos visibles. Para ello Magritte usó diferentes recursos: el cuadro dentro del cuadro, la ventana, el espejo, la figura de espaldas, entre otro temas, para proyectar un estímulo ambiguo y perturbador para el espectador. Por ejemplo, Los poderes del mago, incluyen tres de los cuatro autorretratos realizados por el pintor belga y en ese espacio explora la figura del artista y los superpoderes que se le atribuyen, aunque siempre con esa distancia e ironía sobre el poder que emana del pintor. En una obra como Tentativa de lo imposible (1928), estaba pintando a una mujer desnuda; él es real y ella solo un producto de su imaginación, suspendida entre la existencia y la nada, mientras que en La lámpara filosófica (1936) se produce el encuentro entre dos elementos fetiche del pintor, ambos dotados de simbolismo sexual: la nariz y la pipa, y en El mago (1951) el pintor con cuatro manos y de ahí sus superpoderes para alimentarse. También se exhiben otros autorretratos fotográficos en la primera sección, como esa serie de pequeñas en fotomatón, para cerrar el primer capítulo de la exposición.
La segunda parte, Imagen y palabra, se centra en la introducción de la escritura en la pintura y en los conflictos generados entre signos textuales y figurativos. Las palabras fueron un recurso habitual en las pinturas y collages cubistas, futuristas, dadaístas y surrealistas. Magritte las incorporó a su obra durante su estancia en París, entre septiembre de 1927 y julio de 1930, en la que estuvo en estrecho contacto con el grupo surrealista parisino. En ese trienio creó sus tableaux-mots, cuadros en los que las palabras se combinaban con imágenes figurativas o con formas semi abstractas, en un primer momento, o aparecen solas, encerradas en marcos y siluetas, entre 1928 y 1929, y casi siempre utilizando una caligrafía escolar. A veces no concuerdan las imágenes y las palabras y eso genera incertidumbre en quien observa sus obras. Conviene recordar una composición recurrente La traición de las imágenes. Esto sigue sin ser una pipa, 1952, procedente de una colección privada belga, que cuestiona la diferencia entre objeto y representación.
En Figura y fondo se examinan las posibilidades paradójicas engendradas por la inversión de figura y fondo, silueta y hueco, con obras como La perspectiva amorosa, 1935, y La alta sociedad, concluida entre 1965 y 1966, poco antes de morir, que pertenece a la Colección Telefónica, en la que Magritte logra convertir los cuerpos sólidos en huecos, en agujeros a través de los que aparece un paisaje o un espacio rellenado por aire, agua o vegetación. Todo ello dota a este tipo de composiciones de un aire misterioso, casi fantasmal como desprende El salón de Dios, 1958
El cuarto ámbito, Cuadro y ventana, no deja de ser una exploración de las posibilidades que ofrece el cuadro dentro del cuadro, un motivo metapictórico frecuente. Un ejemplo muy representativo quizá sea La llave de los campos, 1936, perteneciente a la colección del Museo Thyssen, por ser heredero de aquellos que hacían los maestros antiguos hasta dotarlos de una gran ambigüedad: el cuadro es una ventana, cuyo cristal roto deja de ser transparente para revelarse como una superficie pintada, que tiende a lo invisible porque el creador belga opta por una desaparición gradual y nos introduce la duda de si estamos viendo lo que creemos ver. Otra pintura relevante de esta sección es Los paseos de Euclides (1955), con esa serie de marcos animados, uno dentro del otro, jugando con el modo de enmarcar en una nueva pirueta con la realidad habitual, y esas dos figuras difuminadas en esa avenida amplia, sin olvidar Profundidades de la tierra, con esos espacios naturales fragmentados.
Uno de los aspectos más recurrentes en la trayectoria de René Magritte fue su tendencia a suprimir el rostro en la figura humana: Rostro y máscara. Sus figuras de espaldas fueron un motivo habitual que entronca con la pintura tardomedieval y del romanticismo alemán, desvelando misterio y melancolía, algo que también hizo De Chirico y luego Magritte. Estas pinturas nos invitan a contemplar el paisaje, a formar parte del mismo, incidiendo en el acto de mirar y ampliar nuestra perspectiva, casi siempre con una figura que tiene el rostro tapado. Hay que recordar dos vivencias relevantes de Magritte: por un lado, la fascinación que sentía por Fantômas, héroe de una serie de novelas populares – posteriormente adaptadas al cine- que iba enmascarado con una media en la cabeza y cuya identidad nunca se revelaba; y por otro, con un suceso de su infancia: la impresión que le causó al ver a su madre ahogada en el agua, con la cabeza cubierta por el camisón. Algunas composiciones que sorprenden son El gran siglo, 1954; Sheherazade, 1950, donde gracias a la pareidolia plasmó los rasgos faciales en los objetos inanimados; Ejercicios espirituales, 1936; El principio del placer, 1937; y el sutil homenaje que hace al balcón de Manet.
Partiendo de la observación del mundo animal, Magritte aplicó el mimetismo en muchas de sus pinturas, trasladando esa técnica a objetos y cuerpos enmascarados en su entorno: “Por este medio obtengo cuadros en los que la mirada ‘debe pensar’ de una manera completamente distinta de lo habitual”, afirmó el pintor. Hay varias obras en la exposición que nos ilustran de este original proceso: El futuro de las estatuas (1932), un vaciado de la máscara funeraria de Napoleón camuflada con cielo azul y nubes blancas. Igual que la muerte disuelve el ego, la pintura disuelve el volumen de la escayola en el azul del cielo; o esas tres pinturas que cuelgan en la misma pared: El regreso, 1940; La gran familia, 1963; y El pájaro de cielo, 1966, en las que Magritte vuelve a demostrar su interés especial por las aves, desplegando una variedad de metamorfosis miméticas, transformándose el pájaro en cielo, algo que también hizo en El seductor, a comienzos de los años 50, donde un barco se convertía en mar; y La firma en blanco, 1965, cedida por la National Gallery of Art, Washington, en la que una amazona y su caballo se enredan hasta atravesar los árboles, englobando lo visible con lo invisible.
Y por último, Megalomanía, en la que ilustran cómo Magritte usó el cambio de escala como un movimiento antimimético para extraer el objeto de su entorno habitual y lo proyecta fuera de su contexto. Ese nuevo orden concebido por el pintor terminaba adquiriendo y proyectando un sentido perturbador. Esa intención está presente en varias de las obras presentes en la muestra: Delirios de grandeza, 1962, cedida por la colección The Menil de Houston, en la que el cuerpo devora el espacio circundante, cuyo motivo central es un torso escultórico femenino dividido en tres partes huecas, cada una encajada en la siguiente, como en las muñecas rusas o a modo de telescopio; en Los valores personales, 1952, donde en una habitación en medio de una nube incluye una cama y un armario diminuto junto a un peine, una brocha de afeitar y una copa gigantes; y en El arte de la conversación, 1963, con esa gran roca levitando, lo que hace que la identidad de la piedra al estar suspendida se vuelva mucho más visible que si estuviera apoyada en el suelo, porque en esa disposición radica la fuerza y la sorpresa para el espectador. O en otra pieza del mismo título, donde dos hombres con bombín, abrigo largo oscuro y un bastón o paraguas de espaldas, siguen levitando en las nubes, abstrayéndose con ese paisaje a sus pies.
La exposición La máquina Magritte se completa con una instalación, en la primera planta del museo, en la que se han reunido una selección de fotografías y películas caseras realizadas por el pintor, presentadas gracias a Ludion Publishers. Y aunque él nunca se consideró fotógrafo, sí sintió atracción por el cine y la fotografía en su vida cotidiana. Esta serie de imágenes se descubrieron a mediados de la década de 1970. Son fotografías familiares y de sus amigos surrealistas, algunos autorretratos e instantáneas de cuadros en los que estaba trabajando, así como cintas de cine doméstico, lo que ayuda a contextualizar su existencia gracias a una mirada tan particular.