Lo que se esconde tras la repetición dramática de Millet
La National Gallery celebra el 150 aniversario de la muerte del artista francés con una muestra compuesta por 13 obras, entre pinturas y dibujos, que ilustran la reiterativa labor de los campesinos. En el recorrido destacan El aventador (1847-1848), procedente de la colección de la pinacoteca londinense, y El Ángelus (1859), cedida excepcionalmente por el Museo de Orsay de París.
La vida rural ocupa un papel central en la obra de Jean-François Millet. En sus composiciones, la figura humana a menudo se recorta sobre el paisaje en un momento de acción sudorosa: el leñador que clava una y otra vez, sin pausa, su hacha en el tronco; las campesinas que se agachan, se levantan y vuelven a agacharse para espigar la tierra; el sembrador que mueve el brazo en una misma dirección para lanzar los mismos granos al aire…
Se trata de una obra repetitiva y mecánica que, precisamente en esa reiteración, encuentra su perpetuidad. Millet representa muchas de esas vidas de trabajo agotador porque quiere enseñarnos que hay un cuerpo anhelante y político tras la azada maquinal e involuntaria.
El autor nació en una familia de agricultores de Grouchy, cerca de la costa del Canal de la Mancha en Normandía. Por ello, no sorprende que se dedicara a retratar la dura vida del campesinado. Esta suerte de autobiografía se condensa ahora en Millet: La vida en la tierra, una pequeña exposición con la que la National Gallery de Londres conmemora el 150 aniversario de su muerte.
En sus óleos se percibe un dramatismo heroico propio de la pintura francesa del siglo XVII. Mucho menos efusivo que Delacroix en 1830, Millet descubre en los paisajes densos y oscuros una forma de humanizar al pueblo (o a los pobres rurales, en su caso).
En El aventador, por ejemplo, un hombre sacude una cesta de grano lanzando partículas doradas al aire para separar el trigo de la paja. El cuadro se dio a conocer en el Salón de París de 1848, año en el que las revoluciones arrancaban también las malas semillas de Europa.
El lienzo no está libre de connotaciones políticas, pues su ropa se compone de un pañuelo rojizo en la cabeza, una camisa blanca y un pañuelo azul atado a la altura de las rodillas. Justamente, los colores de la bandera tricolor nacida de la primera Revolución Francesa.
Esa misma paleta se repite en las prendas de La chica de los gansos en Gruchy, Los aserradores de madera o El sembrador, donde un campesino, a pesar de estar en una tierra aparentemente estéril, continúa sembrando semillas. Resulta difícil ignorar el simbolismo.
En la muestra también está presente la obra maestra de Millet, El Ángelus, que ha llegado a Reino Unido cedida por el Museo de Orsay. La escena encierra a una pareja de campesinos flanqueados por una horca y una carretilla. Ambos han detenido su trabajo por el sonido de la campana que anuncia el Ángelus desde una iglesia lejana para llamar a la oración. Los retratados agachan su cabeza y rezan.
El cuadro no parece transmitir mucho más, pero por los textos de Dalí –escribió un ensayo titulado El mito trágico del Ángelus de Millet– se conoce que el pintor surrealista vio más allá: desde una tragedia familiar hasta un erotismo obsceno. La obsesión del español por este óleo fue tal, que realizó una reinterpretación en Reminiscencia Arqueológica del Angelus de Millet (1934).
Décadas antes que él, Van Gogh lo había copiado en un dibujo de 1880, uno de sus primeros impulsos artísticos. En una carta a su hermano Theo en 1874 expresó: “Ese cuadro de Millet es magnífico, eso es poesía”.
De alguna manera, todo confluye en esta pieza. Es el clímax del romance del pintor francés con el campesinado. Y tras visitar la muestra, el espectador se sentirá atraído de nuevo por el óleo (como le ocurrió a Dalí y Van Gogh). Las figuras no habrán dejado de resultar extrañas al observarlas de cerca, ni serán más descifrables después de contemplar sus rostros. En los cuerpos de Millet hay un reposo inquietante que contrasta con la extenuante vida en el campo; y es ese hermetismo dramático el que nos atrae como polillas. Nerea Méndez Pérez