El don de Lee Friedlander para crear metáforas visuales
La Fundación Mapfre abre mañana su temporada en Madrid con una retrospectiva del fotógrafo norteamericano Lee Friedlander (Aberdeen, Washington, 1934) -enmarcada en la Sección Oficial de PhotoESPAÑA-, que incluye 350 fotografías de todas sus etapas creadoras, así como vinilos de jazz y alrededor de 50 publicaciones. Las fotos han sido seleccionadas por el comisario Carlos Gollonet, conservador jefe de fotografía de la Fundación Mapfre y en el conjunto encontramos retratos, autorretratos, fotografías familiares, paisajes urbanos y de naturaleza, entre otros géneros. El recorrido se plantea con un orden cronológico en torno a sus series y proyectos, ya que muchos de ellos han protagonizado varios de sus libros: The Little Screens, The American Monument o America by Car, entre otros.
Su obra está cargada de elementos cotidianos de un gran creador de metáforas visuales y durante más de 60 años ha ido renovando su lenguaje plástico, siempre con una mirada crítica de su entorno pero con capacidad para reflejar aspectos de la sociedad norteamericana contemporánea. Desde su adolescencia comenzó su pasión por la fotografía, luego se matriculó en el Art Center School of Design de Los Ángeles, aunque se desencantó pronto y se acercó a la figura de un pintor y fotógrafo como Alexander Kaminski, que se convirtió en su amigo y mentor. A los 22 años se estableció en Nueva York y trabajó para Esquire, Holiday o Sports Illustrated. Y paralelamente hizo fotos de músicos de jazz para ilustrar portadas de discos de vinilo y desarrolló una labor creativa independiente de los encargos. Con 28 años participó en su primera exposición colectiva en el MoMA de Nueva York, celebrada entre mayo y agosto de 1964, The Photographer´s Eye.
En 1966, junto a Bruce Davison y Garry Winogrand, participó en la George Eastman House de Rochester en Toward a Social Landscape, y un año más tarde en la muestra New Documents, organizada por John Szarkowski, también en el MoMA de Nueva York, en la que se destacó a varios fotógrafos por sus innovaciones formales y conceptuales, junto a Winogrand y Diane Arbus. Friedlander optó por desarrollar argumentos visuales ambiguos que concernían al espectador y lo hizo con suave ironía para irse alejando del aura más seria que caracterizaba a otros profesionales. La muestra permanecerá abierta en Madrid hasta el 10 de enero.
La primera sala recoge sus trabajos de los años 50 y 60. Y allí vemos retratos en color- las únicas presentes en la muestra- de músicos de jazz tan conocidos como John Coltrane, Miles Davis, Aretha Franklin, Sara Vaughan, Ray Charles, entre otros. Muchos de ellos fueron para Atlantic Records. Y enfrente otras fotografías en blanco y negro con fotos de ambiente de otros músicos. En una vitrina podemos admirar vinilos cuyas portadas son fotos de Friedlander y algunos de sus libros. Su pasión por la música le hizo visitar Nueva Orleans en varias ocasiones para fijar la vida y la cultura de la ciudad. Muchas de esas imágenes las incluyó en tres de sus publicaciones: The Jazz People of New Orleans, 1992, por el que obtuvo su primera beca Guggenheim, American Musicians, 1998 y Playing for the Benefit of the Band, 2013.
Sin embargo, nunca abandonó su dedicación a proyectos de autor como en The Little Screens, un conjunto de imágenes que pertenece (exceptuando una de ellas) a las Colecciones Fundación MAPFRE y en el que aparecen elementos cotidianos como diferentes tipos de televisores que podían verse en las casas norteamericanas durante aquellos años.
Como en la novela de Cormac McCarthy, The road, y en otro libro de Jack Kerouac, Friedlander emuló a otras grandes de la fotografía como Walker Evans o Robert Frank, al recorrer con su cámara distintos estados norteamericanos y componer yuxtaposiciones de imágenes hasta transformarlas en una especie de collages. Ciudades como Baltimore, Mineápolis, Nueva York Nashville, Portland y otras muchas, fueron captadas como un conductor tranquilo que recoge el ritmo de la ciudad. En muchas de ellas aparecían las sombras que producía la cámara e incluso la del propio artista: es el caso de Cañón de Chelly, Arizona, 1983, un ejemplo de autorretrato creado con su propia sombra. De sus primeros viajes a Europa también dejó constancia y ahora se exponen once fotos que hizo durante su estancia en España en 1964, en la que plasmó rincones de Algeciras, niños en la calle, el toro de Osborne y coches, entre otras huellas de la vida en nuestro país.
La primera planta de las salas de la Fundación Mapfre de Madrid reúne sus trabajos durante las últimas cinco décadas. En los años 70 y 80 Friedlander fue depurando su lenguaje visual. Por ejemplo en Alburquerque, Nuevo México, 1972, todos los objetos se contemplan con la misma nitidez, incluso aunque algunos estén más lejos que otros, como si el fotógrafo hubiera encontrado “el encuadre decisivo”, emulando a Cartier-Bresson y su “instante decisivo”. En las fotografías del norteamericano aunque cierres y abras los ojos a continuación todo seguirá en su sitio.
En la segunda mitad de los setenta el artista publicó The American Monument, un corpus de más de doscientas fotografías realizadas entre 1971 y 1975 a partir de monumentos más o menos desconocidos de distintas ciudades americanas, siempre con el contexto urbano de la modernidad. Una serie que enlaza con la fotografía documental como ninguna otra de sus series y que a su vez conecta con el francés Eugène Atget, quien fotografió sistemáticamente la capital francesa y alrededores. Una obra emblemática de Friedlander quizá fuera Padre Duffy en Times Square, de 1974, donde el motivo protagonista de la composición aparecía en primer plano, pero cuyos elementos urbanos y humanos incluidos desprenden una cierta extrañeza.
En una rotonda del primer piso cuelgan una serie de desnudos de gran elegancia pero que no siguen las reglas tradicionales de la representación ni del género. No transmiten como en otros creadores, quizá más clásicos, la idealización de la tradición pictórica. Friedlander capta a esos cuerpos como si fueron objetos y en algunos de sus autorretratos también lo hace. No hay afán de introspección psicológica, sino como un elemento más de la vida cotidiana. Antes de ese espacio vemos los retratos de amigos como Kitaj en dos momentos diferentes de su vida, de Gary Winogrand y de otros.
En los diferentes retratos familiares Friedlander se implica más al captar con más cercanía y respeto como se observa en Maria, Las Vegas, Nevada, 1970, una de las imágenes más conocidas de su esposa, con la que convive desde hace más de sesenta años. Y sigue dejando que la sombra del fotógrafo entre en la composición creando una yuxtaposición en la misma. Y en una pared cuelgan nueve de sus autorretratos, uno de ellos nuevamente con su pareja y el resto en solitario en espacios interiores o en hospitales, con reflejos en el rostro.
A comienzos de la década de los noventa cambió su cámara de 35 mm por otra de medio formato y fijó su mirada en el desierto de Sonora, un tema que le atraía por motivos sentimentales y por reflejar la naturaleza y sus formas, así como en el paisaje agreste. Unos años antes, en 1981 realizó Flowers & Trees y, un poco más adelante, Cherry Blossom Time in Japan, donde recogió imágenes de sus viajes al país de Sol naciente con los cerezos floreciendo en primavera. E incluso varias fotos documentales del valle industrial del río Ohio, como ocurrió cuando en Factor Valleys resaltó rostros trabajando o esos cinco teleoperadores de Omaha en 1995. Son imágenes en gran formato donde los personajes no están posando.
Con su cámara de medio formato ha continuado trabajando en los últimos años y los espacios que encuadra resultan más abarcables gracias a la forma cuadrada que ofrece la Hasselblad. Esta ayuda a la cercanía del fotógrafo y a la interacción con el espectador. En el libro America by Car, publicado en 2010, se recoge un trabajo de dos años durante los cuales recorrió cincuenta estados del país en coches alquilados. La novedad fue cómo utilizó el interior del coche como marco fotográfico para encuadrar sus paisajes desde un punto de vista que resulta familiar, al incluir sombras, volantes, salpicaderos o retrovisores entre los que se cuelan puentes, monumentos, iglesias, moteles o bares, lo que enfatiza la complejidad de las composiciones, a partir de una técnica en realidad muy sencilla: el marco –del parabrisas o de la ventanilla- dentro del marco –de la cámara de fotos-.
Por ese deseo de innovación constante Lee Friedlander ha retomado los temas de sus fotografías una y otra vez, en un continuo trabajo en progreso, enriquecido por la experiencia. Las aceras de ciudades como Nueva York o Los Ángeles le vuelven a inspirar en 2012, año en el que realizó un ambicioso proyecto: Mannequin.
Con la vuelta a su Leica de 35 mm, Friedlander alterna reflejos de los edificios y de los viandantes en los escaparates, desprendiendo una atmósfera de un cierto caos, pero también una crítica acerada al consumismo y una reflexión que interpela a los espectadores de sus fotos porque como reconoce Carlos Gollonet en el catálogo: “A Friedlander le gusta buscar metáforas visuales que exigen una mirada atenta. Para ello, incorpora un repertorio banal, creando argumentos visuales confusos que sacuden al espectador con un sentido de la ironía derivado de la yuxtaposición de objetos o ideas aparentemente inconexos. Sus ingeniosas asociaciones nos provocan desconcierto al conectar el disparate con la identificación”.