Kokoschka, sensible y rotundo, en el Guggenheim Bilbao
El Museo Guggenheim Bilbao acoge desde mañana y hasta el 3 de septiembre Oskar Kokoschka: Un rebelde de Viena, coorganizada por el Musée d’Art Moderne de París y con el patrocinio exclusivo de la Fundación BBVA, patrono estratégico del museo bilbaíno. La retrospectiva reúne alrededor de un centenar de piezas, entre pinturas, obras sobre papel una escultura de Atenea del siglo V a. C. que formaba parte de la colección personal del artista austríaco (1886-1980). Kokoschka fue uno de los grandes expresionistas europeos y un ejemplo de compromiso radical con el arte durante uno de los momentos estelares de la cultura europea cuando Viena era una de las capitales de la creación en artes plásticas, música y literatura. Aunque se dedicó al teatro y a la literatura, con su magnífico libro de memorias, Mi vida, sobre todo fue un artista plástico y un gran pintor de almas.
Oskar Kokoschka no ha sido un artista excesivamente expuesto en nuestro país, a pesar de las muestras organizadas por la Fundación Juan March que individualmente o colectivamente le organizó la primera en 1975, la segunda en 1995 (junto a Klimt y Schiele) y la última en 2015 con el modo de representar a la mujer de los tres mejores pintores de las primeras décadas del siglos XX. Además en Barcelona se pudo ver otra en 1988.
Juan Ignacio Vidarte, director general del Museo Guggenheim Bilbao, agradeció a la Fundación Kokoschka, al Museo National D’ Art Moderne de Paris su apoyo para presentar esta exposición y calificó al artista austriaco como una de las figuras claves del arte en la Europa del siglo XX, mientras Silvia Churruca, directora de Comunicación y Relaciones Institucionales de la Fundación BBVA, dijo que el mecenazgo lo entienden para que sean posibles este tipo de muestras de excelencia como la de un artista como Kokoschka, un retratista en sentido más amplio.
Dieter Buchhart y Anna Karina Hofbauer, comisarios de la retrospectiva fueron desgranando el objetivo de la exposición, la estructura y las principales aportaciones de Kokoschka al arte del siglo XX. Le calificaron de un creador de fama mundial, radical e innovador como se puede observar en las pinturas y dibujos seleccionados. En sus años en Suiza se liberó de los convencionalismos y cada vez más utilizó capa tras capa de color y añadieron que durante décadas fue buscando el absoluto y muchas de sus obras tardías influyeron a artistas como Haring o Basquiat.
Dieter Buchhart recordó que su obra Tigon lo contemplaba en el Belvedere de Viena y que le parecía que el animal iba a saltar del cuadro por su inmediatez y su capacidad como visionario. Anna Karina subrayó el simbolismo en muchas pinturas, sobre todo en «Alicia en el País de las maravillas», 1942, donde al fondo se ve Viena ardiendo, y delante una mujer desnuda, un clérigo francés, un militar nazi y un inglés, con una clara intención pacifista cuán Europa se entraba en llamas por la barbarie fascista.
Hijo de un órfebre y natural de un pueblo de Austria, Pöchlarn, situado a orillas del Danubio, Kokoschka llegó a Viena con el deseo de convertirse en un artista, en una ciudad cosmopolita como la capital del Imperio de los Habsburgo, y llena de talento en la arquitectura, las artes plásticas, la música y la literatura. En 1905, cuando tenía 19 años, ingresó en la Escuela de Artes y Oficios de Viena, donde se formaría hasta 1908. En ese momento de ruptura y ebullición de nuevas ideas en numerosos campos conoció el ambiente propiciado por pintores como Gustav Klimt, arquitectos y diseñadores como Josef Hoffmann y Adolf Loos, a músicos como Gustav Mahler o la aportación de Sigmund Freud con el psicoanálisis, entre otros.
Kokoschka fue desde sus comienzos en Viena un hombre excesivo y radical, de pasiones desbordadas en el arte y en la vida, que contó con el apoyo inicial de Gustav Klimt, que calificó al pintor de Pöchlarn como uno de los de más talento de su generación cuando intuyó la fuerza de sus composiciones; más tarde del arquitecto Adolf Loos, quien se convirtió en su mecenas, encargándole su primer retrato y poniéndole en contacto con el fundador de la revista expresionista Der Surm, Herwarth Walden, del que se exhibe un soberbio retrato de 1910 en las salas del Guggenheim.
La retrospectiva está estructurada en seis ámbitos y comienza con las obras de sus primeros años: Un enfant terrible en Viena (1907-1916), que reúne un conjunto de obras fruto de esos años vibrantes previos a la primera guerra mundial. Una de las cosas que más llama la atención es su capacidad para experimentar con el color y su modo de plasmar el cuerpo humano, cuando a través de toques sutiles alejados del Art Nouveau supo conferir líneas angulosas para que los cuerpos tuvieran cierta ‘cualidad’ singular, huyendo de los convencionalismo artísticos de la burguesía tradicional. Desde sus primeras pinturas y dibujos se inclinó por el género del retrato como indagación analítica de sus modelos. Le gustaba conocer a los seres humanos a los que fijaba en sus lienzos y quería a toda costa entrar el alma de los retratados. También queda patente su atracción por el paisaje cuando nos ofrece ese modo de mirar a los Dolomitas.
A lo largo de su vida, como se ve durante el recorrido, Kokoschka pintó varios autorretratos. Uno de ellos, fechado en 1917, tras regresar del frente de guerra, en el que a base de capas logra unas tonalidades azules y verdosas muy bellas. La expresión de sus ojos grandes y abiertos que parecen escrutar el mundo, junto a esa mano derecha que apunta a su corazón y quien sabe si a alguna herida durante la contienda una gran emotividad a la composición. Para él como recordaron los comisarios esos autorretratos recurrentes en su larga trayectoria fueron un modo de reflexionar sobre su persona y los cambios que iba experimentando.
Y así podemos fijarnos en el retrato de Auguste Forel (1910), experto suizo en ciencias naturales, al que captó con una especie de ojo muerto y con las manos nerviosas con un espacio cromático difuso, o en el escorzo de Walden de ese mismo año en actitud distinguida de un hombre de letras y cómo no su relación amorosa con Alma Mahler, a la que conoció en casa del pintor Carl Moll en 1912, y a la que dibujó mientras ella tocaba el piano.
Fue amor a primera vista. Comenzaron una tormentosa relación de algo más de dos años. Alma Mahler, de 30 años, que había enviudado un poco antes del compositor y director de orquesta Gustav Mahler, vivió un romance con el joven Oskar que entonces tenía 23 años. Dos días después de conocerse Oskar Kokoschka le escribió una carta de amor, de las mas de 400 que le escribiría a lo largo de su vida. Se convirtió en su musa y en una obsesión para Kokoschka a la que inmortalizó en numerosas obras como en un soberbio dibujo de 1913 que resalta la belleza de Alma, un paisaje de un viaje que hicieron juntos por los Alpes, la figura de la muñeca en varias composiciones como recuerdo de ella o la conocida La novia del viento (1914) –propiedad del Kunstmuseum de Basel y que no está presente en la exposición– donde ambos están abrazados, ella sumisa y él con los ojos abiertos y en tensión, y donde hay ecos de Tintoretto y de algún modo de El Greco.
En los años de Dresde (1916-1923) vemos algunas obras que realizó tras regresar del frente de la primera guerra mundial, donde fue herido de gravedad. Más tarde se instaló primero en Berlín y más adelante en Dresde. Previamente había firmado un acuerdo con el galerista Paul Cassirer. Ese septenio, desde 1916 a 1923, fue muy fructífero plásticamente por su forma de incorporar rápidas pinceladas, así como la variedad e intensidad de la gama cromática, donde optaba por colores puros. Entre este corpus artístico en la Florencia del Elba cabe destacar El poder de la música (1918), ese paisaje de Dresde tomado desde una de las orillas del río, El Manantial (1922-1938) y El pintor y su modelo II (1923).
Desde que abandonó la cátedra de la Academia de Bellas Artes de Dresde en 1923, Kokoschka comenzó un largo periplo viajero por varios países europeos, africanos y de Oriente Próximo, gracias al apoyo de Cassirer. Y así se fue alternando entre varios géneros: paisajes, retratos de personas y animales, escenas urbanas, preocupándose de captar atmósferas, a través del uso del color. Buenos ejemplos de este periodo son Tigón (1926), Tortugas gigantes (1927) y El Morabito de Ternacina (1928), entre otros. Muy cerca hay un retrato abocetado de Constantin Brancusi, que data de 1932, y en él concentra los trazos en la monumentalidad de la cabeza del escultor rumano y en la gestualidad de sus manos que nos muestran que está dando forma a una de sus obras.
El suicidio de su galerista Cassirer en 1926 y la crisis de 1929 le afectaron tanto en lo económico como en lo personal. Sus escasos ingresos hizo que regresara a Viena en 1932 cuando la ciudad ya sufría los embates del surgimiento del nazismo en Austria y Alemania. Dos años después hubo un enfrentamiento civil entre nazis y socialistas en Viena y eso motivó su traslado a Praga, donde nació su padre y vivía su hermana Berta. Allí conoció a su futura mujer, Olda Palkovská, con la que se casó en 1941. De esos cuatro años nos legó un cuadro revelador, Autorretrato de un artista degenerado (1937), respondiendo a que muchas de sus obras y junto a otros artistas fueran calificados de arte degenerado por los nazis.
Viendo la situación de cómo los nazis estaban cercando progresivamente a Europa y fiel a su conciencia de que los artistas deben «ejercer de alarma», Kokoschka huyó de Praga a Inglaterra y junto a su esposa vivió entre Londres y una localidad cercana a Cornualles. Con ese carácter tan rotundo se opuso al nacionalsocialismo con un marcado pacifismo para resistir la progresión que los ejércitos de Hitler tuvieron durante los primeros años de la década de los 40 en todo el continente europeo y luego apostó por la reconciliación tras el final de la guerra mundial. Obtuvo la ciudadanía británica en 1947 y eso le permitió viajar por Europa y regresar a Viena para ver a su familia, aunque se inclinó por establecerse en Suiza.
En Un artista europeo en Suiza (1946-1980) recoge sus últimas décadas como creador. Tras su consagración como artista internacional con varias exposiciones en varios museos norteamericanos americanos de prestigio e instalarse en 1953 en Villeneuve, el artista austríaco volvió a interesarse por los Maestros Antiguos y por el arte y la arquitectura clásica de Grecia y Roma. Tanto sus composiciones como su compromiso como ciudadano europeo influyente le llevaron a reafirmar un hondo europeísmo. En sus obras optó de nuevo por una serie de figuraciones expresivas que nos retrotraen a sus primeros tiempos en Viena, aunque su modo de reflejar la mitología, visible en El rapto de Antíope (1958-1975), un paisaje de Delfos o cierta pulsión hacia la abstracción muy radical e innovadora en Time. Gentlemen. Please (1971-1972), que volvía a subrayar la capacidad que tenía la pintura como expresión transformadora. También se puede interpretar como una especie de despedida como creador a los 86 años. Este tipo de composiciones dejó huella en artistas como Lupertz o Haring.