Arte en sonido en el Reina Sofía
La planta tercera del edificio Sabatini del Museo Reina Sofía acoge una original exposición, Disonata. Arte en sonido hasta 1980, basada en un proyecto de Guy Schraenen, recientemente fallecido, comisariada por Maike Aden, donde se analiza a través de dos centenares de piezas una de las facetas menos conocidas de las artes plásticas: el desarrollo del sonido como campo creativo diferenciado de la música, desde principios hasta finales del siglo XX, y de qué modo lo abordan artistas de diferentes épocas. La muestra que cuenta con la colaboración de la Comunidad de Madrid estará abierta hasta marzo de 2021.
En la travesía por las salas del edificio Sabatini el espectador puede ver grabaciones, pinturas, instrumentos, esculturas, partituras, maquetas, manifiestos, fotografías y películas que descubren una cara diferente del arte, que comenzó con las vanguardias históricas del futurismo, el dadaísmo y el surrealismo, y en la que destacan obras Elena Asins, Ulises Carrión, Marcel Duchamp, Man Ray, Le Corbusier, Esther Ferrer, Jean Tinguely o John Cage, de Fluxus, entre otros. Son territorios inexplorados de los fenómenos y procesos sonoros, antes solo de la exclusividad de los músicos. En esta transformación fue fundamental la aportación de los artistas visuales, aunque también influyeron los poetas, músicos visionarios, arquitectos e ingenieros, que favorecieron una serie de experimentos acústicos revolucionarios que desbordaron las categorías predefinidas del arte moderno y contemporáneo.
El recorrido de la exposición pone de relieve de forma cronológica diferentes momentos cruciales de este proceso: desde la experiencia futurista de construir instrumentos para entonar ruidos; los experimentos espaciales, musicales y multimedia en los años 50, como el Pabellón de la compañía Philips en la Exposición Universal de Bruselas de 1958, con contribuciones de Iannis Xenakis y Edgar Varèse, y todo ello bajo la dirección de Le Corbusier (autor del espectáculo Poema electrónico del interior); la fascinación de los artistas visuales por el magnetófono en los años centrales del siglo XX; las aportaciones del movimiento Fluxus o el grupo español Zaj hasta llegar a las escenas pospunk en los años 80.
Disonata se inscribe en una programación diseñada por el Museo Reina Sofía para poner énfasis en las interacciones entre arte y sonido, y que guarda relación con Audiosfera. Experimentación sonora 1980-2020, que se abre el 14 de octubre, o la representación sonora del Niño de Elche a partir de Val del Omar que se podrá ver desde del 7 del mismo mes, entre otras.
La exposición se inicia con piezas de una serie de artistas del siglo XX que trabajaron en proyectos innovadores sobre el sonido, como los dadaístas o los futuristas italianos encabezados por Marinetti que, fascinados por los avances técnicos y mecánicos, recurrieron al paisaje sonoro e industrial urbano, como se observa con rugidos, crujidos, explosiones y gritos creados por Luigi Russolo. Además de obras de Man Ray: Déjame en paz, 1926, un instrumento que se niega a sonar, y Objeto indestructible, un metrónomo con ojo que supone un reconocimiento de la duración de la labor artística. También se proyecta la película de la vanguardia rusa Entusiasmo: La Sinfonía de Donbass (1930), de Dziga Vertov, que incluye en su banda sonora ruidos de la fábrica y de la industria minera.
La segunda sala nos traslada a los años 50, cuando tras la II Guerra Mundial se intenta recuperar cierto humanismo con las nuevas tecnologías como base. En este contexto se celebró la Exposición Universal de Bruselas de 1958, donde se diseñó para la empresa Philips un contenedor para Poema electrónico, una obra creada para la vista y el oído y compuesta por un collage visual de proyecciones, de Le Corbusier, y una pieza sonora de Edgar Varèse. Mediante 425 altavoces conectados por tecnología telefónica, la obra creaba un espectáculo multimedia para los visitantes que tenía la intención de ilustrar la historia de toda la humanidad dentro de un espacio en el que las multitudes tenían la ilusión de pasar a través de las cavidades y de la digestión de un estómago para renacer a una nueva comunidad después de la tragedia de la guerra. Para Le Corbusier, el espectáculo completo del poema reunía las cinco nuevas formas de Jeux électroniques, juegos de luz, color, ritmo, imagen y sonido. En esta sala se puede contemplar una maqueta y un video de las proyecciones del pabellón Philips.
El siguiente ámbito gira alrededor de la grabadora de cinta magnética, un dispositivo utilizado por los artistas para experimentar. Gracias a la posibilidad de manipulación de las bandas con superposiciones, cortes y regulaciones de velocidad, el británico Brion Gysin trabajó, por ejemplo, en la transposición de la técnica de cut-up o de recortes a sus poesías visuales y sonoras, como puede escuchar el público en la interpretación grabada de I Am That I Am (comenzado hacia 1958), poema basado en la frase bíblica Yo soy el que soy. La cinta magnética fue también un medio para una posible “escritura directa” de obras etiquetadas como letrismo de creadores como Isidore Isou, cuya obra La plástica parlante (1960-87) es precisamente un magnetófono intervenido que puede verse en el Reina Sofía.
Con la llegada de los 60, la grabadora de cinta magnética se empleó en contra de las nociones clásicas de la música. De Karel Appel y Asger Jorn se muestran las portadas de sus discos titulados Musique Phénoménale (1961).
En la sala dedicada a Disonata se exhiben diversos instrumentos, máquinas, estructuras y esculturas que cuestionan la distinción entre arquitectura y artes plásticas, por un lado, y la música, el teatro y similares, por otro. Por ejemplo una pieza de Calder, Red Disc and Gong (1940), donde el silencio o los sonidos aleatorios convierten la obra en los remanentes de un dispositivo que no se ejecuta y que, por lo tanto, deja de ser instrumental. Y en contraposición, Cristal (1952 / 1980), un instrumento musical con forma de escultura de los hermanos Baschet que, como artesanos contemporáneos, buscaban producir los instrumentos manuales de su época.
Por su parte, el maquinista Jean Tinguely desarrollo su interés por la radio e ideó Radio-Skulptur, un mecanismo cuyo funcionamiento es tan cambiante como lo es el flujo de noticias que emite. Además podemos encontrar ejemplos instrumentos artísticos manejados mediante flujo electromagnético del artista Takis; esculturas de cuerdas de Pol Bury; y obras como Dúo de bodega, 1980-1989, de Dieter Roth, que reúne una acumulación indiscriminada de órganos de juguete, un sintetizador y una miscelánea de componentes ensamblados a una pared o como El anticoncepto, 1951, compuesto por una proyección de Gil Wolman sobre un globo meteorológico.
El movimiento Fluxus tiene un lugar importante en el recorrido, ya que durante la década de los cincuenta amplió el concepto de composición musical mediante originales propuestas. Junto a John Cage, de quien se muestran varias partituras, otros autores como George Brecht y La Monte Young siguieron el camino de la transformación de la música notada hacia gráficos y textos con creaciones dirigidas hacia la libertad interpretativa total. Y para visibilizar las diferentes posibilidades de una partitura se muestran las posturas de Robert Filliou en su obra Musical Economy No. 5 (ca. 1971), que indica también un profundo cuestionamiento de lo convencional y tradicional en el patrimonio musical.
En este mismo apartado se exhiben obras del Grupo Zaj, un colectivo español en el que participaron artistas que cuestionaron la noción de autoría y de obra artística entendida como una totalidad cerrada, y convirtieron principios como la aleatoriedad, la sencillez o la indeterminación en ejes fundamentales de sus proyectos performativos. Es el caso de Esther Ferrer, con su obra Concierto Zaj para 60 voces (1983) o de Juan Hidalgo, del que se muestra un ejemplar de su libro Viaje a Argel (1968).
Las últimas salas de la exposición explican cómo en la década de los setenta, la convergencia del arte y del sonido comenzó a caminar cada vez más hacia nuevas manifestaciones, como los trabajos de Hanne Darboven o de la española Elena Asins que, con sus rigurosos estudios sobre estructuras armadas a partir de una multiplicidad de elementos finitos, quiso rendir homenaje a las composiciones de Mozart, como se ve en su serie de obras Strukturen. A su vez, Józef Robakowski y Ulises Carrión se afanaron en sus películas para seguir el ritmo de fenómenos que son similares a sucesos sonoros.
De la década de los ochenta, momento de liberalismo exacerbado en EE.UU. y Reino Unido, se muestra la reacción del punk, un grito de protesta, a través de películas como Rock, mi religión de Dan Graham (1982-1984) o Sir Drone (1989) de Raymond Pettibon (1989), donde queda patente su desencanto, sin dejar de mencionar videos de Ronald Nameth de las actuaciones Exploding Plastic Inevitable (1966), unos espectáculos improvisados por Andy Warhol, y por Atomic Alphabet de Chris Burden (1980), una obra sonora que revela la aparente naturalidad con la que la violencia penetra en los hogares a través de las noticias de los medios de comunicación.