Adquisición de ‘Retrato de Manuel Bartolomé Cossío’, de Sorolla
El Museo Nacional del Prado acaba de comprar por un importe de cinco cifras este lienzo del pintor valenciano, expuesto recientemente en Sorolla en negro y procedente de una colección particular. En breve lo presentarán en la Sala 9B, junto a El caballero con la mano en el pecho de El Greco. TEXTO: José Redondo Cuesta.
La adquisición por parte del Museo del Prado del retrato que Sorolla realizó, en 1908, del pedagogo e historiador del arte Manuel Bartolomé Cossío (1857-1935) es de una relevancia enorme para nuestras colecciones públicas. La obra presenta con creces los dos elementos sobresalientes que debe reunir todo retrato que se precie: una más que evidente calidad pictórica y la relevancia histórica del retratado, en este caso uno de nuestros más ilustres intelectuales de la España del regeneracionismo. Como se sabe, Cossío publicó en el mismo año de elaboración de la pintura el libro El Greco –a dicho título hace alusión el volumen dispuesto sobre la mesa–, sobre la que posteriormente se ha construido la historiografía científica del pintor. Constituye el primer catálogo razonado del artista y es una obra de imprescindible consulta todavía en la actualidad.
Aunque Cossío pasó a ver al Greco como una de las máximas representaciones del alma castellana, interpretación más que discutible, no es menos cierto que dicho catálogo supuso el inicio de la “correcta” lectura de su producción seriada, así como la definitiva consagración del artista como uno de los grandes de la historia de la pintura.
En el retrato Sorolla capta a la perfección su profundidad intelectual, al dotar al personaje de una mirada inteligente que deja entrever su bonhomía y humanidad empática relacionada con su irrenunciable faceta de pedagogo y su honrosa ética profesional. Formalmente, la composición se concibe como un claro homenaje a la retratística del cretense.
A este último le podríamos calificar como el “padre” o creador del concepto esencial del retrato hispánico –paradójicamente siendo un griego– gracias a esta pintura. A saber, un retrato reducido a su más pura esencialidad tanto compositiva como formalmente, elaborado a base de una paleta cromática de enorme austeridad protagonizada por un omnipresente color negro en los trajes –pero de múltiples matices– recortados sobre un fondo gris que es pura abstracción. Todo ello servido con una pincelada enormemente libre, deshecha y vibrante.
Sería de auténtica justicia poética para el retratado que el Prado lo exhibiera en las salas dedicadas al Greco y no en las destinadas a glosar la modernidad.
Cossío estaría encantado de verse rodeado de los lienzos del autor griego que tanto estimó, reivindicó y de los que denunció –de manera incansable– la vorágine mercantilista que estaban sufriendo. En esos años muchas de sus obras maestras se vendieron, con el resultado, siempre vergonzante, de su definitiva salida del territorio español al ser adjudicadas al mejor postor, con la consabida pérdida irreparable para el patrimonio nacional.
Este guiño reivindicativo lo adelanta Sorolla al situar, al fondo de la escena, una pequeña reproducción del icónico Caballero de la mano en el pecho. Por otro lado, seguro que también el propio Greco estaría encantado de tener como vecino al historiador del arte que por primera vez –teniendo en cuenta la consideración tan elevada que el mismo pintor tuvo de su arte– supo discernir, en su amplia producción, entre la exquisita técnica del maestro de la factura repetitiva y mecánica seguida por el taller y las múltiples copias antiguas.
Este concepto de retrato esencializado lo continuarían Velázquez, Goya, Beruete y el mismo Sorolla, cuyo perfecto ejemplo es esta obra. Con estos códigos artísticos, los pintores lograrían penetrar en lo más profundo del alma humana.