Soulages, cuando el negro ilumina
Hace apenas un mes fallecía cuando estaba a punto de cumplir 103 años el pintor, grabador y escultor francés, Pierre Soulages (Rodez, Aveyron, 1919- Nimes, 2002), un artista que sacó la luz del negro como rememora Javier Santiso, fundador y editor de arte y poesía de La Cama Sol, que ha publicado textos de numerosos poetas, entre ellos La Noche del corazón (2019) de Christian Bobin, y tiene previsto otro del mismo poeta en 2023, Pierre, en torno a la obra del pintor francés.
A veces la vida arrasa, te lleva por delante, cae, tropieza como la noche, a eso le llamamos morir. Es lo que ha hecho Pierre Soulages, el pintor francés de los ultranegros, a finales de octubre 2022. El que inventó la luz surgida del negro, como un chorro, como un manantial, la luz sacada a patadas, a rasguños, de lo más profundo del oscuro, del hoyo, como lo hacían en el paleolítico los primeros artistas, que eran, ahora lo sabemos, no hombres sino mujeres. Algo así como una luz abismal surgida de la noche de los tiempos, es lo que ha hecho Soulages desde el 1979, un año clave, cuando su obra se bifurca, se hace infinita, inventó el negro que ilumina.
Cierto, los imperios se extinguen y los reyes también mueren. Estaba entonces, cuando eso ocurrió, delante de una de sus obras, uno de sus primeros Outrenoirs. De nuevo me quedé quebrado, en combustión, allí, aquí, allá, en el Louvre de Abu Dabi. Como me había ocurrido unos años antes, en 2019, en el de París, cuando se hizo la retrospectiva de Soulages en el santuario francés del arte, algo inédito para un pintor vivo, allí estaba él, al lado de las galerías de Botticelli, de Piero della Francesca, de Giotto, a unos escasos metros de la Mona Lisa de Leonardo. El negro siempre, como luego, más tarde, en los trajes de Velázquez, en las pinturas costumbristas de Goya. Porque desde Altamira hasta Zurbarán, los de la península ibérica también supieron domar ese color que aniquila todos los demás, que los deja sin respirar.
El gran asunto de Soulages no han sido las mujeres (salvo quizás la suya, Colette, al igual que él, centenaria), sino el amor. Él lo decía a su manera: esa luz que brota de lienzo, que sale, erguida, se multiplica, se hace infinita, y a veces consigue alcanzar algo en nosotros, despertarnos, hacernos nacer, es quizás lo que llamamos amar. El negro entonces, sólo el negro, incluso cuando se casaron, en el altar, él y ella vestidos de negro, y por supuesto no a mediodía sino a medianoche. Incluso lo patentó, más de medio siglo buscando todos los deslices, todas las luces de los negros, los que son ásperos, los que son cálidos, los fríos, los tibios, los que se levantan por la mañana, los que se tumban contigo en la cama, cuando fuera la noche se hace, cuando el día se apaga, y la oscuridad se enciende. El negro no es el color del luto, con Soulages hay una alegría, un no dejar de vivir, en esos negros que vibran. A veces te sorprenden, las estrías de luz corren como rayos sobre la tela. Solo basta mirarlos a la cara, en el blanco de los ojos, para entender. Y si te desplazas, a la izquierda o la derecha, te agachas o te alargas, los negros brillan más fuerte, o, al contrario, se encojen, un sin parar, como la vida misma.
Lo ha conseguido a lo grande. Hacer vibrar el negro. Hacerlo entrar en combustión, que sea como un reino en la tela. Para ver sus ultranegros puedes ir a Rodez, el museo que allí ha creado (y realizado por tres arquitectos catalanes, Rafael Aranda, Carme Pigem y Ramón Vilalta) o al Museo Fabre de Monptellier, allí están ellos, deslumbrando, negros que iluminan. Algo así como si fueran antorchas, anzuelos, campos pasados al aguarrás. Antes de Soulages solo Picasso y Chagall entrarían vivos en el Louvre. Ahora él está en los museos de medio mundo, en la Tate, el MoMA, o el Pompidou, incluido también, en España, en las colecciones del Guggenheim de Bilbao y sus monocromos fueron expuestos hace casi dos décadas en el Reina Sofía. Y todo eso porque un día, mientras salían unos escolares, se encontró de niño con el choque espiritual de entrar en la abadía de Conques, muy cerca de Rodez. Allí también se pueden ver sus obras, unos vitrales únicos, que el poeta francés Christian Bobin inmortalizó en su libro, una joya, La noche del corazón (La Cama Sol, que también publicará, en 2023, Pierre, el libro que el mismo Bobin le dedicó).
Soulages se codea con los más grandes, uno de los pocos europeos de la segunda mitad del siglo pasado que puede tutear a Rothko. Se había recluido en Sète, una ciudad del sur de Francia, frente al Mediterráneo. Porque él era así, un amante despiadado de la luz. Su cuerpo era como él, macizo, de roble, un metro noventa, imponía. Él lo utilizaba para agarrar todo lo que le servía para pintar, si era necesario una guadaña, un arpón, un hacha, dando brochazos al lienzo, del este al oeste, y viceversa, rajando la tela con las espuelas, los pinceles, los metales, cuánto más rústico el instrumento mejor. Lo único que le importaba era amar, amar la vida, amar el negro, él que había nacido huérfano, de una familia modesta, procedente de un mundo rural por entonces todavía grande, que luego se ha ido achicando, hasta desaparecer del todo, como tan bien lo han retratado Marie-Hélène Lafon en sus novelas o el inmenso Pierre Michon en sus Vidas minúsculas. Descubre su primer museo tarde, después de la adolescencia, en Montpellier precisamente, y luego, en París. Lo decía así: de pequeño hundía el pincel en la tinta, dibujando luego sobre la página y cuando le preguntaban lo que hacía, contestaba, pues eso hago: dibujo nieve. Con el negro dibujo lo blanco.
Sus amigos eran también los físicos más reconocidos del planeta y, sobre todo, los paleontólogos. Porque su otra gran pasión habrá sido la prehistoria. De Altamira hasta Lascaux, todo está allí, el genio, el trazo, la belleza que deslumbra, la belleza que ilumina, desde el vientre, desde la oscuridad misma de las cuevas. Soulages significa sol potente, y él era eso, solar, un menhir. Lo que hacía con la tela era abrasarla de negro, como si fuera betún, acrílico, alacrán, y luego darle zarpazos, arar la tela como si fuera tierra, multiplicar las estrías, y así hacer nacer algo que conmueva, que te deja tumbado, porque para él, sobre todo, el negro es lo que agita, lo que nos habita, lo que te sacude, te hace más vivo. Nacido así por primera en 1919, lo hará una segunda vez, en 1979, cuando inventa el ultranegro. Otro año clave: 2009, cuando el Pompidou le hace una retrospectiva, y de nuevo 2019 cuando es la del Louvre.
Él venía de la tierra, de un mundo rural que ha desaparecido, un campo tacaño, con árboles hambrientos y llanuras colgando en los montes, dando brincos como cabras por las pendientes. A ella, a esa tierra, él ahora ha vuelto. Nos queda su obra, salvaje, brutal, de una belleza que ilumina, como si fuera uranio. Era sin duda un acróbata, de los que bailaban sobre el lienzo que dejaba tendidos sobre el suelo para poder volar sobre él, darle zarpazos. Como si estuviera arando, hundiendo las herramientas sobre la pasta negra, macerando, triturando la materia, para que no se extinga, para que se haga infinita, para que el olvido retroceda. Y entonces volvemos al negro, a ese color lleno de piedad y de bondad, el negro mismo afónico del silencio, cuando la vida se va, y deja de llevarnos de la mano, ahí ha colgado él los guantes, pero sus lienzos siguen dando puñetazos, y, sin avisar, te dejan sin aliento, sin respirar, te tumban, te llenan de luz. Javier Santiso