Tarsila do Amaral, un puente entre dos continentes, en el Guggenheim Bilbao
La dimensión de la artista brasileña Tarsila do Amaral (Capivari, 1886-São Paulo, 1973) no ha dejado de crecer como una de las figuras más representativas del movimiento modernista en su país. Desde el viernes pasado y hasta el 1 de junio el Museo Guggenheim Bilbao le dedica una amplia exposición con más de 140 obras, coorganizada con el GrandPalais Rmn para profundizar en una trayectoria llena de hallazgos. Tarsila do Amaral. Pintando el Brasil moderno está comisariada por Cecilia Braschi y Geannine Gutiérrez-Guimarães, conservadora del Guggenheim Bilbao.
La muestra en el Guggenheim Bilbao permite recorrer su vida como artista. En su devenir se desprende una gran complejidad a la hora de precisar todo su caudal creativo, tanto en su reflejo del imaginario indígena y popular como a la hora de representar la dinámica modernizadora que tuvo su país por su transformación social, económica y cultural.
Hija y nieta de unos ricos empresarios de la región de São Paulo su infancia y juventud transcurrió entre la efervescente metrópoli brasileña y dos años en Barcelona, entre 1902 cuando estudió en régimen de internado en el Colegio Sagrado Corazón. Poco después tras regresar a Brasil se casaría con su primo, André Teixeira y daría a luz a su única hija, Dulce. Con solo 20 años comenzó su periplo colaborando con un escultor sueco y luego formándose en dibujo y pintura con Pedro Alexandrino. Fueron años de formación y primeras composiciones con el bodegón y algunos bocetos de retratos como lo más destacado.
En 1920 se trasladó a París para conocer a diferentes creadores, entre ellos a Fernand Léger. Dos años después participó en el Salón Oficial de los Artistas Franceses, donde ya se apuntaban técnicas influenciadas por el cubismo. En junio de 1922 regresó a São Paulo y allí comprobó que el impulso creativo había cambiado hacia una vanguardia que aunaba cosmopolitismo pero con rasgos propios de la cultura popular brasileña.
Y rápidamente Tarsila do Amaral participó en esa renovación moderna junto a la pintora Anita Malfatti y los escritores Paulo Menotti del Picchia, Mário de Andrade y Oswald de Andrade, y así se constituyó el Grupo de los Cinco, que iba a defender las ideas de la Semana del Arte Moderno.
Los constantes viajes entre São Paulo y París alimentaron esa idea de renovación constante y la llevó a liderar un proyecto que fuera nacional y moderno, que confrontaba con las vanguardias europeas de ese momento. Su contacto con André Lothe, Léger y Albert Gleizes empezó a concebir el movimiento cubista como una “escuela de invención”, liberándose de las servidumbres de un tipo de representación convencional en aras de una mayor libertad.
Un buen ejemplo de ello quizás sea La Muñeca, pintada en 1928, donde Tarsila do Amaral sintetiza lo aprendido con ese trío de artistas pero desde un ángulo más autónomo en su afán por vertebrar las relaciones entre las formas y colores en ese difícil equilibrio en la superficie del lienzo. Todo ello con una personalidad que desprende frescura, exotismo y delicadeza femenina como se mencionaba en los artículos de la prensa francesa de esos años.
En dos de los autorretratos que cuelgan en la exposición, uno de 1923 y otro de 1924, Tarsila do Amaral va construyendo cánones no siempre coincidentes de su personaje. El primero es mucho más convencional, una mujer elegante, mientras que en el segundo, titulado Autorretrato I, se representa con pelo tirante, carmín vibrante y largos pendientes sobre un fondo neutro, hasta conferir al mismo un sentido de marca que también definirá los futuros retratos fotográficos posteriores de la artista. Un híbrido entre el gusto parisino imperante y un ligero toque excéntrico de su vnaguardismo.
En esa misma sala 202 hay una serie de obras que ilustran cómo fue capaz de inventar el paisaje brasileño, repensando sus orígenes con las posibilidades que el cubismo le brindaba para nuevas representaciones, tanto del ultradinamismo de urbes como Sao Paulo, Rio de Janeiro o la posibilidad de volver a mirar la exuberancia de una región como Minas Gerais, en la que también quedaban vestigios coloniales y barrocos.
Tarsila do Amaral fue capaz de crear un alfabeto visual propio, aparentemente sencillo con sentido de la modernidad hasta ofrecer una narrativa en la que los diferentes elementos armonizaban. Por ejemplo, el tren se convirtió para ella en un motivo recurrente porque era un medio de transporte moderno que unía las grandes metrópolis y propiciaban un gran desarrollo económico para el país al vislumbrar el esfuerzo de infraestructuras: puentes, líneas eléctricas, sin olvidar su sensibilidad para reconocer los símbolos de un barrio popular.
Otro eje relevante en sus obras son el primitivismo y lo identitario, aunque sin dejar de lado su cosmopolitismo para ser capaz de construir un imaginario nacional y moderno a partir del mestizaje entre las culturas indígena, portuguesa y africana que conformaban mayoritariamente la historia de Brasil. Ella buscó un primitivismo autóctono con ese grado de idealización de una mujer blanca y cosmopolita de la clase dirigente.
Dos obras poderosas en esta sección son El Coco, 1924, en la que creó un animal extraño, una rana, un armadillo y otro animal inventado, que fueron como un temible hombre del saco del folclore brasileño pero con un fuerte componente etnológico, en ese sincretismo entre las tres culturas mayoritarias; y por otra parte, Carnaval en Madureira, del mismo año, donde subrayó su visión de un barrio popular de Río de Janeiro con esa replica de la Torre Eiffel en madera, un símbolo parisino en los suburbios de una gran ciudad brasileña, en la que coexisten pacíficamente dos formas de entender el mundo.
En la sala 203 encontramos obras de tres focos temáticos: el Brasil caníbal con lo relativo a la antropofagia; el ambiente de los trabajadores y trabajadoras, sobre todo a partir de la crisis de 1929; y ya en los últimos años, década de los 50 y 60 en la que retomó el género del paisaje, al que dota de una nueva mirada.
El primero de los ejes gira en torno al movimiento antropofágico con una alusión metafórica a que los brasileños se apropian de otras culturas extranjeras y colonizadoras, pero reelaborándolas de un modo constructivo. Su estilo tiende a un sincretismo más simbólico que narrativo. Tarsila califica este tipo de composiciones como brutales y sinceras, alejadas de cualquier convención. Una obra como Urutu, 1928, que originalmente se tituló El huevo, no deja de ser un modo de reflejar a un animal a punto de devorar un huevo. Además hay piezas que aluden a la representación de sus sueños, reminiscencias de la infancia o imágenes del inconsciente como se puede observar en Distancia, 1928, que termina enlazando con las pinturas de Magritte o de Chirico.
Un año después, 1929, se produjo el crack bursátil y la crisis económica mundial y eso afectó también al nivel de vida de Tarsila do Amaral. A partir de ahí se interesó por el modelo económico y social del gobierno soviético y todo ello influyó en el estilo de sus nuevas pinturas. Aunque ya había abordado la vida de las clases populares anteriormente, a partir de la crisis convirtió a los trabajadores en protagonistas de sus frescos sociales con colores más bien sobrios. Buen ejemplo son sus óleos, Obreros, 1933, donde se observa la influencia del realismo social y muralismo mexicano, con la diversidad étnica de Brasil; Costureras, una pintura empezada en 1936 y concluida en 1950, que evoca el lugar de la mujer en la escala laboral; o Tierra, 1943, donde denuncia la concentración de la propiedad de la tierra entre los grandes terratenientes.
En la década de los 50, Tarsila recibió numerosos encargos y retomó algunas de sus composiciones anteriores como se observa en Aldea con puente y papayo, 1953 o en Estudio para revista Jaragua, 1950, inspiradas en otras de los años 20. En muchas de las obras de los años 50 reflejó el cambio y transformaciones del paisaje urbano sobre todo de São Paulo con sus rascacielos de tono gris azulado, pero también empezó a trabajar en obras de abstracción geométrica como La Metrópolis , 1958 y Quietud III, década de los 60, a las que dota de expresión gestual en un paisaje geométrico.