LA SIMPLICIDAD DE BRANCUSI EN EL POMPIDOU MÁLAGA
Hoy se ha inaugurado en el Centre Pompidou de Málaga (CPM) la exposición dedicada a Constantin Brancusi (Hobita, Rumanía, 1876-París, 1957), comisariada por Julie Jones y Philippe-Alain Michaud, y que contó con la presencia del alcalde de Málaga, Francisco de la Torre, y con el director del CPM, José María Luna. La muestra que permanecerá abierta desde mañana y hasta el 24 de junio reúne un conjunto de más de un centenar de piezas, entre esculturas, dibujos, fotografías, películas y fotogramas de las mismas tomadas por el escultor rumano, procedentes del legado que donó al Estado francés un año antes de su fallecimiento y que hoy forman parte de las colecciones del Centre Pompidou de París, ciudad en la que vivió y trabajó durante más de cinco décadas, de 1906 a 1957. La exposición se divide en cinco partes: la figura de Brancusi, su taller, el diálogo entre la forma en bruto y la forma lisa, lo orgánico y finalmente un homenaje a La columna sin fin, su pieza más conocida y que sintetiza su simplicidad y fuerza como creador.
Brancusi como otros artistas singulares del pasado siglo ha sido uno de los escultores más vanguardistas y seminales de la primera mitad del siglo XX, aunque evidentemente y en esta selección de obras transversal se puede comprobar que estuvo influido por tradiciones artísticas de su país natal pero también por el posterior descubrimiento de la estatuaria africana, asiática y egipgia, sin olvidar su amplio conocimiento de la escultura europea. Todo ese rico acervo de imágenes le llevó a innovar constantemente, desde que comenzó a colaborar como alumno de Auguste Rodin, y más adelante con su forma de compartir experiencias plásticas con Amedeo Modigliani y Henri Matisse. Siempre mantuvo un estilo personal, independiente, que le hizo acreedor desde las primeras décadas al estilo Brancusi, en ese diálogo constante entre la tierra y el cielo.
Ese afán innovador le hizo que él mismo decidiera tomar sus fotografías del estudio y de sus obras, que capta desde varios ángulos a partir de los años 20, gracias a la ayuda de un amigo como Man Ray porque siempre le atrajeron los artistas de otras disciplinas como la música, con Erik Satie, la pintura como Léger o Picabia o fotógrafos como Steichen, sin olvidar a Marcel Duchamp o Tristan Tzara. Todo ese encuentro con talentos creativos, muchos de ellos amigos, enriquecieron su mirada y la búsqueda de la esencialidad y misterio de un universo pleno de matices.
En la primera sección de la muestra se desvela cómo en ocasiones Brancusi hizo de modelo de sus propias obras, no sólo sus esculturas y su taller. Es la encarnación del artista-artesano-obrero, perfectamente consciente y actor de su imagen. Y de la apertura que atrajo a su estudio a un grupo heterógeneo de artistas, por lo que tenía de acogedor y enriquecedor para todos.
Sin embargo, quizá la parte dedicada al taller sea un espacio en el que los elementos se conjugan de forma autónoma y gracias a la cámara de fotos o de cine supo plasmar el alma de ese lugar único, con esa conversación entre el mundo interior y el exterior, con la luz entrando por la cristalera. Muchas veces este laboratorio se convierte en un escenario que transforma y embellece todo lo que capta en sus obras.
El paso intermedio de la muestra, titulado Lo liso y lo bruto, recuerdan que a Brancusi siempre le atrajo trabajar con materiales nobles como la madera visible en sus pedestales, conectado con el arte tradicional rumano, y la atracción por lo africano y ese tono artesanal que hoy todavía se encuentra en numerosas culturas de ese continente. También le gustaba experimentar con el yeso, el mármol o el bronce, que le terminarán conduciendo hacia cierta abstracción y estilo geométrico, pero como se observa en las fotos y películas hay una inclinación a pulir los materiales hasta el extremo, que gracias a encuadres muy cerrados le permiten trazar juegos de sombras y reflejos luminosos que emanan de los propios objetos.
En Lo orgánico se incluyen imágenes fotográficas o fílmicas que reflejan su pasión por la naturaleza, a través de las hojas de primavera o de las nevadas, en un inmenso homenaje a la Tierra y los elementos que la definen. Y ahí encuentra toda la riqueza orgánica y su fervor por retener los motivos animales para fijarlos en su memoria, algo que conecta con su pasión por los cuentos populares de su Rumanía natal.
Y por último, el homenaje a su obra más conocida: La Columna sin fin, una obra de la que hará varias versiones, desde la primera que hizo en 1918, hasta la más imponente de mediados de los años 30 en la pequeña ciudad rumana de Târgu Jiu, pasando por la que modeló en madera de más de siete metros de altura en el jardín de Edward Steichen, en Voulangis (Francia), entre otras. La de los años 30 forma parte de un conjunto de tres obras, junto con La Puerta del beso y Mesa del silencio dispuestas según un eje de más de dos kilómetros, que fueron un encargo para honrar a los caídos en la Primera Guerra Mundial. El modo de filmar y fotografiar esta columna exalta su vertiente simbólica, profundizando en la elevación de la estructura y la abstracción de la obra. Eso unido a las sombras y al movimiento confiere a esta escultura una fuerza poderosa que se extiende hasta el infinito. Julián H. Miranda