La imperfección de Rafael
La National Gallery presentó ayer la exposición Rafael, patrocinada por Credit Suisse, y que reúne más de 90 obras. Esta monográfica no solo se centra en el papel de pintor del célebre artista del Renacimiento, sino que explora sus facetas como diseñador de estampas, arquitecto o arqueólogo. Es un recorrido introspectivo en el que nos transportamos al taller del maestro para observar por encima de su hombro mientras trabaja.
Las biografías siempre tienen algo de voyerismo. Leemos (u observamos) los momentos más íntimos de una persona, presenciamos sus triunfos y sus desgracias. Sacamos conclusiones sobre su personalidad y su valía por pequeños gestos; gestos que los diferencian o los acercan a los demás y a nosotros.
Las exposiciones monográficas son un tipo de biografía pero, con frecuencia, son el más incompleto. La crítica y la historiografía pueden ser utilizadas –y lo son– como una herramienta abrasiva que elimina todo el exceso, todo el peso muerto: las incongruencias que nos impiden encasillar satisfactoriamente a nuestros ídolos.
La National Gallery contradice esta tendencia en Rafael, pero no lo hace directamente ni de frente; se hace de rogar. Comienza por presentarnos a un hombre que parece reservado y ordenado para, según avanzamos, reconocer su lado más natural y libre.
La muestra está articulada en su mayoría siguiendo un eje cronológico, pero los comisarios –David Ekserdjian, catedrático de Historia del Arte y del Cine de la Universidad de Leicester; Tom Henry, catedrático de Historia del Arte emérito de la Universidad de Kent, y Matthias Wivel, comisario de pintura italiana del siglo XVI de la National Gallery– se han tomado alguna libertad temática, como en la sala dedicada a las Madonnas o el cierre del recorrido con los retratos.
Cuando uno se adentra en ella –y adentrarse es la palabra adecuada, por la escasa iluminación y las paredes de un azul profundo y poco saturado de la primera sala– se topa frente a La crucifixión Mond, un cuadro de altar de los primeros años de su carrera que aun con todas las referencias a Perugino, también nos da –temporalmente– la razón sobre todas las nociones preconcebidas del maestro de Urbino: elegancia y pulcritud, líneas limpias y colores pastel.
En realidad la obra que inicia el recorrido es un pequeño dibujo –British Museum–, puede que un autorretrato, de cuando el artista tenía 15 años. Es prueba de una mano firme, segura en las formas que traza y que no se molesta en aproximaciones.
En el resto de paredes, más obras pequeñas en las que domina el virtuosismo de un creador especialmente sensible a los detalles. En el extremo opuesto al autorretrato, un estudio para una composición ambiciosa en la que aparece un trazo más tentativo que nos recuerda la juventud del artista contenido en este espacio.
La precocidad que a los biógrafos como Giorgio Vasari les gusta atribuir a los que encumbran como “genios” –y que prevalece en algunos rincones de la academia hasta hoy en día– es en Rafael una realidad. Hijo de un pintor cuyo taller heredó tras quedar huérfano con 11 años, recibió encargos como maestro cuando todavía era un adolescente.
Según nos cuenta uno de los comisarios, Sanzio se encuentra en una especie de equidistancia entre Leonardo y Miguel Ángel; aprende de ellos y los imita, como con el dibujo de Leda y el cisne de la Royal Collection (RCIN 912759). No obstante, el espíritu sosegado de Rafael lo distingue de ellos en el imaginario colectivo.
Pero algo sucede según vamos atravesando umbrales hacia las siguientes salas. No solo vemos obra de un creador más maduro, con más referencias, más encargos y que corre mayores riesgos; sino que, gracias a la presencia tan abundante de otros de sus proyectos –y especialmente de los dibujos– tenemos la impresión de estar invadiendo la intimidad de su estudio.
Esta atmósfera íntima e introspectiva está potenciada por la escenografía y por el hecho de que no se presta atención a ningún otro autor. Solo en las ocasiones en las que las piezas fueron realizadas en técnicas que el maestro no practicó –vaciado en bronce o tapices– vemos otros nombres en la cartela. Nos sumergimos en su obra, su creatividad y nos da la sensación de que hemos pasado a su taller sin permiso.
Existen, creo, dos momentos en los que esta condición de espectador-voyerista se hace imposible de ignorar. El primero, en Estudios para una Resurrección. Se trata de un dibujo preparatorio para una obra que no llegaría a crear, la capilla Chigi en Santa Maria del Popolo. Se ha escrito demasiadas veces que con los maestros antiguos, el dibujo es una ventana a la inmediatez, que aportan una frescura que no existe ni en las pinturas de los artistas más libres con el pincel.
No obstante, en esta pieza lo que vemos es a un artista –cuya producción está casi en las antípodas de toda flexibilidad– en un momento de su proceso creativo en el que no hay más remedio que emborronar una página. Hay una vulnerabilidad en esa “obra” –título que le otorgamos hoy y que es posible que no hubiese hecho muy feliz a Rafael– que nos obliga a mirar el resto de la exposición con otros ojos.
El segundo momento nos lo proporcionan sus cartas, como la que dirige al papa León X. Son misivas llenas de tachones, comentarios sobre lo ya escrito, manifiestamente imperfectas. No me cabe duda de que, en realidad, se trata de pliegos vulgares, que podrían ser confundidos en su forma con los de cualquiera de sus coetáneos; y eso es lo importante.
Todos podemos nombrar pintores cuyas trayectorias están lejos de ser virtuosas y que, de hecho, cruzan alegremente la barrera de lo delictivo. Pero con una concepción como la que tenemos actualmente del artista-médium, que está por encima de los convencionalismos sociales, el genio y la otredad, van de la mano.
Lo que hacen Estudios para una Resurrección y esas cartas es banalizar. Y es una banalización exquisita, porque pone al mito, al genio, a la altura de nuestros ojos. Esto hace que, inmediatamente, lo que creó ese hombre se eleve hasta límites insospechados.
El entusiasmo que produce esa certeza se contagia al resto de una exposición con préstamos envidiables. Resulta abrumador ver reunidas en ocho salas las MadonnasTerranova –Gemäldegalerie–, Del Granduca –Gallerie degli Uffizi–, Tempi –Alte Pinakothek–, la de Alba –National Gallery of Art de Washington–, Del pez –Museo del Prado– y retratos como los de Andrea Navagero y Agostino Beazzano –Galleria Doria-Pamphilj–, Baldasare Castiglione –Louvre–, La Fornarina (Palazzo Barberini).
Esto además de la extensa colección que posee la National Gallery y que hace que Gabriele Finaldi, director del museo, hable de Rafael como “uno de los padres” de la institución, una parte fundamental.
Esta selección ha sido posible gracias al retraso de dos años que ha provocado la COVID-19. 2020 fue el centenario del artista y aunque algunas instituciones pudieron celebrar las exposiciones que tenían planeadas –como la del Quirinal que publicamos en ARS 47– otras tuvieron que esperar. En el caso de la institución londinense, puede haber sido para mejor. “Este años hemos conseguido préstamos que, por coincidencia de fechas, habrían sido imposibles en otro momento”, declaró Finaldi.
No puedo sino sumarme a la conclusión de que la espera ha valido la pena. Y de que la muestra imita el efecto que David Ekserdjian describió ante La Virgen del pez, “hay una simetría latente que Rafael subvierte”, y a la que apuntó Finaldi cuando hizo referencia a que la exposición comparte fecha de inicio –6 de abril– con el día de nacimiento y muerte del maestro. Una simetría, una verdad creída absoluta, una idea tradicional sobre un artista universal, subvertidas. Héctor San José