Jonathan Brown, en quien creí
Ayer murió uno de los referentes de la historia del arte actual. Catedrático de Bellas Artes de la Universidad de Nueva York y uno de los grandes especialistas en la pintura española del Siglo de Oro, Brown colaboró desde el principio con ARS Magazine. Afable y persona generosa, dirigió la tesis doctoral de Alejandro Vergara Sharp, quien le dedica este obituario.
Jonathan Brown entendió y estudió el arte como un fenómeno social que depende y, al mismo tiempo, explica usos y costumbres que van mucho más allá de lo meramente artístico. Por esa razón, sus libros sobre la pintura española del siglo XVII se estudian en departamentos universitarios que no se limitan a la historia del arte, y es por ello por lo que su importancia e influencia son únicas.
Para mí, Jonathan Brown no fue sólo un historiador, fue algo más personal. La lectura de su libro Images and Ideas in Seventeenth-Century Spanish Painting –publicado en 1978– contribuyó a mi decisión de continuar mis estudios de historia del arte, que había iniciado con mi licenciatura en la Universidad Complutense. En torno a 1983, escribí a Jonathan solicitando una entrevista para plantearle mi intención de estudiar con él en el Institute of Fine Arts, New York University (este tipo de entrevista es costumbre en el mundo universitario en los Estados Unidos).
En 1985 me trasladé a Nueva York. Creo que fui su primer estudiante español, o al menos uno de los primeros que, andando los años, terminó su tesis doctoral. Para él era especial que alguien procedente del país al que había dedicado toda su energía intelectual escogiese estudiar bajo su tutela. Siempre le importó ser escuchado en España, tener un público de lectores aquí.
En realidad, mi condición de español es mixta, puesto que me crie con una madre americana, de Houston, y pasé mucho tiempo allí. Esa mezcla me permite, creo, ofrecer una mirada no solo de admiración sino también diferente y provechosa sobre la figura de Jonathan Brown. En la España de la década de 1960 y la primera parte de la de 1970, cuando yo me crie, ser medio español y medio ‘americano’, como nos llamaban, era ser de dos mundos completamente diferentes.
Todos tenemos una idea de cómo era esa España; no es necesario explicarla. Visto desde Madrid, Estados Unidos era un país luminoso, lleno de energía. Es obvio que las décadas posteriores han revelado muchas y grandes fallas en esa sociedad; y que lo hubiese hecho también una mirada más crítica que la de un niño que llegaba periódicamente desde el Madrid de Franco. Lo que busco aquí es transmitir esa mirada y explicar que Jonathan Brown, como asesor de mi tesis doctoral y mentor en los inicios de mi carrera, le dio continuidad.
En Jonathan encontré la misma mirada idealista, positiva y posibilista que desde niño había visto en los ojos de mi madre y de su padre (mi abuelo americano). Ellos me enseñaron que intentar hacer las cosas bien, lo mejor que uno pueda, es una obligación, y que esta se ejerce dentro de una sociedad a la cual beneficia.
En los Estados Unidos de aquellos años, y de los posteriores en los que cursé mis estudios de doctorado, ese objetivo era ineludible. Significaba asumir que las posibilidades que ofrece la vida implican también deberes, una especie de retribución, que se acepta de buen grado y que se convierte en un camino de realización. Estos conceptos elevados, la conciencia de la ética personal, estuvieron siempre presentes en mi relación con Jonathan.
Me recibió en el primer seminario al que asistí como estudiante de doctorado en el imponente edificio del Institute of Fine Arts, en la esquina de la Calle 78 con la Quinta Avenida. Su voz era pausada, paternal, pero no paternalista. Cuando supe que unas semanas yo tendría que impartir una charla de una hora a la clase quise volver a Madrid.
Jamás hasta ese momento había hablado en público (¿en que pensaban quienes diseñaron la educación que yo había tenido hasta entonces en la Universidad Complutense?).
Desde ese mismo momento Jonathan fue una figura que ejerció una exigencia discreta pero de la que no se podía dudar. Tampoco dudé nunca de su apoyo. La palabra suportive no existe en español. Se refiere al gesto de apoyar a alguien o algo: To be suportive of… Así fue Jonathan conmigo.
Dentro de ese particular hábitat que es el mundo universitario en los Estados Unidos, el apoyo de un profesor a sus alumnos es parte de su deber. Para un alumno, la conciencia de que personas a quienes uno admira por sus logros profesionales le dediquen esfuerzo es admitir una gran responsabilidad.
Esta reciprocidad pone en marcha un engranaje del que tuve la suerte de ser parte, y en el que pude creer.
Hace unos pocos años, más de 30 después de haber conocido a Jonathan, fui profesor durante un semestre en el Institute of Fine Arts. Fui a visitar a Jonathan en Princeton, el pueblo donde siempre había vivido. Él estaba ya mal de salud. Preparamos la visita en varias llamadas; hablé con él y con Sandra, su esposa (que merece otra laudatio).
Jonathan manifestó sus ganas de que fuese a verle, la necesidad de fijar la fecha. Me enterneció, pues sabía de las dificultades que ya tenía de movimiento, para comer, etc. Tras pasar un día con ellos, tuve la sensación –tal vez solo sea eso– de que para él fue una visita difícil, que le resultó doloroso mostrarse con tantas dificultades físicas. Allí, de nuevo, encontré ese particular sentido del deber que tanto admiro y que tan bien he conocido desde niño, un sentido del deber convertido en algo afectivo y generoso.
Un año después, aproximadamente, recibí una carta de la Universidad de Princeton animándome a presentar mi candidatura a un puesto de profesor en el departamento de Historia del Arte. Llamé por teléfono para saber más del asunto, animado por mi continuada admiración por esas grandes universidades, aunque sabedor en mi fuero interno de que mi vida ya estaba en Madrid para siempre.
Me dijeron lo habitual: que les interesaban todos mis méritos profesionales, etc. Me dijeron también que habían consultado con Jonathan Brown, por su conocimiento de la profesión, y que había insistido en lo importante que sería mi contratación. Tanto tiempo después, seguía considerando que era su deber apoyar mi carrera. No tengo ninguna duda de que le causaba mucha satisfacción hacerlo.
Recuerdo la última conversación que tuve con él, no en esa visita, sino la última que tuve como estudiante, tras defender mi tesis doctoral, en 1994. Aunque él y yo no nos despedíamos, significaba despedirme de un capítulo de mi vida. Sobre los años que yo había pasado como estudiante en el Institute, me dijo: You have made your mark here: [«has dejado tu huella»].
Es una de las mejores muestras de aprecio que he escuchado. Lo es porque confirmaba que mi esfuerzo había aportado algo en un lugar en el que pude creer. Ese lugar y sus ideales, la mezcla irrenunciable de exigencia y apoyo, la convicción de que todos tenemos algo que aportar al mundo y debemos hacerlo, eran los de mi familia, en los que creí de niño, los de Jonathan Brown. Alejandro Vergara Sharp.