Jawlensky y su búsqueda del rostro espiritual
La Fundación Mapfre presenta, en colaboración con el Musée Cantini de Marsella y el Musée d’art et d’Industrie André Diligent de Roubaix, una amplia retrospectiva del artista ruso afincado en Alemania a través de un centenar de pinturas; explosión de color fauve y expresionista donde el autor desentraña obsesivamente los misterios del rostro humano en busca de su esencia espiritual.
Alexéi van Jawlensky (Torzhok, 1864 – Wiesbaden, 1941) fue un pintor «tocado por la gracia, como el apóstol Pablo en el momento de la conversión». Al menos eso es lo que sintió siendo aún adolescente, cuando descubrió por primera vez el arte, más concretamente la pintura, en la Exposición Universal de Moscú de 1880. Hacía seis años que el artista se había mudado con su aristocrática familia a la capital y, aunque apenas era un chaval dando el salto a la vida adulta, sintió de repente la vocación creadora. «Desde ese día, el arte ha sido mi única pasión, mi sanctasanctórum, y me he dedicado a él en cuerpo y alma», escribe en sus memorias.
Ciertamente Jawlensky fue un pintor obsesionado por la búsqueda espiritual del arte a través de la naturaleza, que representó hasta la saciedad y de manera seriada durante más de seis décadas. Comenzó buscando ese componente religioso en el paisaje y las naturalezas muertas, aunque pronto comprendió que debía investigar dentro del ser humano, especialmente en aquello que el refranero considera «el espejo del alma».
Ahora la Fundación Mapfre recupera su figura en una completa retrospectiva que abarca desde sus orígenes rusos e inicios en Múnich -junto a los miembros del grupo Der Blaue Reiter, fundado por su compatriota Kandinsky- hasta la transformación de su pintura en Suiza -fundamentalmente sus Variaciones-, para culminar con los años finales en la ciudad alemana de Wiesbaden.
Alexéi von Jawlensky. El paisaje del rostro reúne cerca de un centenar de pinturas del autor, prácticamente desconocido en España hasta su exposición en el Museo Ruso de Málaga hace tres años. La coproducción de la Mapfre con los museos franceses permite, sin embargo, un recorrido cronológico más ambicioso y una lectura más completa del autor.
Este participó de algunos de los acontecimientos más relevantes del arte del siglo XX. Compartió con Henri Matisse o Maurice de Vlaminck el mismo interés por el uso salvaje del color fauvista, vivió en primera persona el nacimiento del expresionismo alemán, participó de la Nueva Asociación de Artistas en Múnich y caminó al borde de la abstracción a medidados de los años 30. Sin embargo, su particular forma de entender la obra, siempre vinculada a connotaciones espirituales, le impidió adscribirse a un movimento concreto.
Durante los primeros años del nuevo milenio, ya en Múnich, su trabajo se centró en la representación de bodegones y paisajes que parecen influidos por Van Gogh y Gauguin. Un estilo que aprendió en sus viajes esporádicos a París, pero que pronto adquirió peculiaridades propias como un uso del color cada vez más intenso y fauvista o una manera repetitiva de crear.
Con el estallido de la Primera Guerra Mundial, los rusos fueron obligados a abandonar Alemania en un plazo de apenas 48 horas, por eso Jawlensky tuvo que refugiarse en Suiza. Aquí desarrolló una extensa producción de entre 350 y 400 pinturas en torno a un mismo paisaje de Saint-Prex, ese que veía desde su ventana y que reprodujo de manera seriada en lienzos de pequeño formato.
Su interés por las variaciones de un único elemento pronto se dirigieron al que sería, sin duda, el eje fundamental de su producción: el rostro humano. Porque es ahí donde encontró ese vínculo espiritual buscado desde la adolescencia. «Sentía la necesidad de encontrar una forma para la cara, porque había entendido que la gran pintura solo era posible teniendo un sentimiento religioso, y eso solo podía plasmarlo con la cara humana», escribió el propio artista.
De ahí su obsesión por retratar rostros, atrapar la vida interior de sus personajes y simplificar los rasgos a un mismo prototipo, en busca de un rostro universal. De ahí, también, su variedad de cabezas pintadas a lo largo de todas sus etapas: de preguerra, místicas o geométricas, étnicas, infantiles o adultas, de pincelada suelta impresionista o delimitadas con línea negra… Incluso abstractas, como se aprecia en sus tardías Meditaciones.
Esa asociación constante entre lo espiritual y la pintura acompañó al artista durante toda su carrera quien, al final de su vida y aquejado de artritis, siguió utilizando el pincel y buscando la esencia espiritual del arte, aunque fuese de forma torpe y «exclusivamente a través del color». El paisaje del rostro podrá verse hasta el 9 de mayo en Madrid. Sol G. Moreno