El Museo Thyssen acoge al Museo Nacional de Escultura
Aunque la colección Thyssen posee alguna pieza escultórica de autores de primera fila, es la disciplina menos numerosa en sus salas. Por eso, y para continuar con las buenas prácticas de proyectos comunes entre instituciones nacionales, el museo madrileño y el vallisoletano han ejecutado un plan expositivo que, como dijo Guillermo Solana en la presentación, “renueva el acercamiento del público a las obras de ambos museos”. Por su parte María Bolaños, directora del museo de escultura, aludió a la idea de que las obras de arte son como los diamantes, que cambian de color según la luz. En este caso, las obras de bulto redondo se ponen en diálogo con algunas pinturas madrileñas, con las que comparten rasgos. No obstante, las esculturas invitadas aportan a la colección permanente esa sensualidad y dramatismo propio de la creatividad española, así como la elegancia de la escuela flamenca de los siglos XVII y XVIII. En total se exhiben 10 piezas dispersas por la segunda planta del Museo bajo el título Realidad y devoción, que entronca perfectamente con “la función devocional reflejada en las esculturas con una fuerte intención de llegar al corazón del fiel”, según Bolaños.
El recorrido distribuye las tres obras más interesantes al principio, en medio y al final. La primera es un San Marcos atribuido a Felipe Bigarny perteneciente a un conjunto de evangelistas. El santo aparece escribiendo junto al león del tetramorfos que participa activamente de la escritura sujetando el tintero. El conjunto se enmarca en una simulación arquitectónica parecida a las pinturas coetáneas que representan este tema y acompañan a la escultura. En la sala 3 se ilumina la escuela neerlandesa con una escultura anónima de San Adrián en madera de roble y sin policromar (colorear y estofar la madera es una técnica española). Otro conjunto sin pigmento es la Sagrada Familia atribuida al artista francés afincado en España Gabriel Joly, tras haber sido atribuida inicialmente a Gil de Siloé.
A mitad de recorrido llegamos a la segunda escultura destacada: San Antonio de Padua con el Niño de Juan de Juni, uno de los grandes nombres de la escuela castellana. Es una pieza de tamaño natural casi maciza, con una madera estofada de riqueza propia del artista. La talla habitaba en su origen el convento franciscano de Valladolid.
Avanzando en la muestra, se expone un Niño Jesús atribuido a Alonso Cano y una Santa Catalina de Alejandría del círculo de Aniello Perrone que invita al visitante a rondarla. También cabe mencionar una interesante Cabeza de apóstol de Pedro Roldán (padre de la Roldana).
El recorrido termina en la sala 19 con una de las figuras más misteriosas de la selección. Se trata de un Demonio del siglo XVIII; es anónimo y probablemente perteneciese a un conjunto. Su postura forzada y su expresión facial indica que en la escena está violentado por algo, seguramente por un san Miguel triunfante pisándole en la zona baja de la espalda, donde presenta una curvatura anti natural. Su anatomía es extraordinaria y presenta una nueva iconografía del demonio para esa época, ya que se conocen pocas esculturas de diablos con una apariencia tan humana. La pieza acompaña a la pintura El arcángel san Miguel expulsando a Lucifer y a los ángeles rebeldes del taller de Rubens perteneciente a la colección del Thyssen. El director, Solana, los relaciona como demonios «primo hermanos».
Hasta el 16 de junio