De lo sobrio a lo natural y lo íntimo: historia del autorretrato femenino
Desde el siglo XVI a la actualidad, han sido muchas las artistas que han utilizado su propio cuerpo como fuente de inspiración para crear obras. Haciendo un repaso por estos cinco siglos de historia, comprobamos los distintos cambios que cada creadora ha introducido en estas representaciones y que reflejan, en muchos casos, las distintas mentalidades de cada época y sociedad.
Hoy en día los autorretratos están por todas partes. Desde los típicos selfies y fotos de espejo sin pretensiones artísticas hasta el trabajo de fotógrafas emergentes como Olatz Vázquez o Laura Vilches, que hacen de sus redes sociales su principal portfolio.
Durante siglos, sin embargo, fue extraño que los artistas produjesen obra por placer, para sí mismos, por los costes que esto entrañaba. Se dedicaban, básicamente, a pintar por encargo lo que sus mecenas solicitaban. De hecho, muchos de los rostros de los autores clásicos los conocemos porque aparecen en composiciones de grupo encargadas por los comitentes, como es el caso de Velázquez o de Goya en sus respectivos retratos de la Familia Real.
Si esto quiere decir que, de por sí, durante siglos el autorretrato ha sido un género poco cosechado en comparación con otros, lo ha sido menos aún el autorretrato femenino, puesto que las mujeres tenían mayores complicaciones para dedicarse a trabajos fuera del seno familiar y recibían un nivel menor de educación en muchos casos.
Es decir, sus posibilidades de dedicarse a un oficio liberal como la pintura eran, como poco, escasas. Aun así, puede hacerse un recorrido histórico, saltando de autorretrato en autorretrato, por los distintos cambios que las mujeres artistas han experimentado en la visión y representación de sí mismas. De este modo pueden conocerse otros aspectos, como cuáles eran las características femeninas que se consideraban positivas en cada momento, lo que a la vez refleja los cambios de valores en las distintas sociedades.
Para este repaso hemos escogido como punto de partida el siglo XVI y, a través de una serie de autoras, llegaremos hasta nuestros días con la representación actual de sus cuerpos y sus rostros.
Si pensamos en retratos clásicos de mujeres, posiblemente Sofonisba Anguissola sea de los primeros que nos vienen a la cabeza, puesto que en los últimos años ha habido una voluntad de rehabilitar su olvidada figura. En él, la autora se representa trabajando, lo que ya es de por sí una declaración de intenciones. Mira fijamente al espectador, como una pintora a la que han descubierto trabajando en su taller. Destaca también la sobriedad con la que se representa, el tono oscuro de sus ropajes y el hecho de que se encuentre pintando un cuadro de motivo religioso, todo ello escogido para realzar su dignidad y devoción religiosa.
Del Siglo de Oro cabe destacar la figura de Clara Peeters, artista que demuestra que el autorretrato puede ser un género original, versátil y que se enmarca además en otros como el bodegón. Utilizó este tipo de lienzos para demostrar su pericia técnica y su habilidad para plasmar las distintas texturas de los materiales. De paso incluyó sus autorretratos en lugares inesperados de la composición, reflejados en las superficies metálicas de los objetos de la mesa. Esta idea parece prefigurar a muchos autorretratos fotográficos, donde los espejos y los reflejos son parte central de la obra.
Más de 100 años después otra gran autora, Artemisia Gentileschi, se pintaría con un atuendo muy diferente al de Sofonisba. Si bien la artista se representa también trabajando, su traje muestra más adorno, como por ejemplo un fino encaje. Porta también una cadena dorada de la que cuelga un abalorio con forma de calavera.
Su peinado, sin embargo, contrasta con el cuidado de sus ropas y parece casual, casi descuidado, efectivamente de trabajo. En lugar de mirar al espectador se encuentra absorta en una obra, con cara de absoluta concentración.
Donde Sofonisba buscaba el recato, Gentileschi se representa con una mezcla de entrega al trabajo y belleza. Lo que pretende con esta obra es representar la alegoría de la pintura. Aunque esta sea una palabra, quizá, demasiado contemporánea para aplicarla a Gentileschi, a falta de un término mejor me atrevería a hacer que hay empoderamiento en su actitud, en su elección de erigirse como alegoría de un arte que, en su época, era predominantemente masculino; de igual modo que hay algo combativo en su conocida obra de Judit decapitando a Holofernes. Dicen que en esta última tela la autora descargó sus propias ansias de venganza tras el juicio contra su maestro, al que acusó de violación y que recibió una leve condena tras un juicio humillante para Artemisia.
Aunque no haya habido tantas mujeres artistas en las épocas de las que estamos hablando –y en las anteriores–, sí ha sido muy tradicional durante toda la historia que las mujeres fuesen no solo modelos, sino musas.
Los ejemplos son infinitos, pero hay uno especialmente interesante, puesto que pasó de musa a artista; de posar para otros a servir como fuente propia de inspiración: Suzanne Valadon. La artista francesa, que se crió en el Montmartre bohemio y fue modelo de numerosos pintores impresionistas, comenzó a dibujar en el taller de Degas. Lo hacía después de posar para él y este la animó a continuar con esta tarea.
Es especialmente conocido un retrato de ella tumbada, que ahora puede verse en la exposición que le ha dedicado el MNAC, en el que la sensación predominante es la naturalidad. Valadon parece retratarse sin artificio, sin mayor pretensión que la de mostrar su estilo y su técnica, haciéndolo a través de la figura que mejor conoce: la de sí misma.
A menudo suele decirse que se nota mucho cuando una mujer es pintada por un hombre o por una artista femenina. En el caso de Valadon es así, por su acercamiento natural e íntimo, seguramente aprendido de su ejercicio de modelo previo al de la pintura.
Poco después del auge del Impresionismo, muchos creadores comienzan a replegarse hacia dentro, para representar sus anhelos, miedos y pensamientos en sus lienzos (Van Gogh es un claro ejemplo de ello). Lo hacen sin necesidad de utilizar excusas, como le ocurrió a Gentileschi, que tuvo que pintar una escena religiosa para descargar su rabia contenida, y en numerosos casos se valen del autorretrato.
En este sentido es imposible olvidar a Frida Kahlo, pues sus cuadros funcionan casi como fragmentos de su diario. Marcada de por vida por un trágico accidente que condicionó su movilidad y el aspecto de su cuerpo, Kahlo utilizó precisamente ese motivo para representarse abierta en canal, fracturada o inválida, narrando con ello todo el sufrimiento al que la sometía su propio cuerpo. Con ello no pretendía subrayar un aspecto concreto de sí misma, sino expresarse y hablar de su dolor. Aunque su apariencia no es casual, pues subraya los aspectos tradicionales mexicanos e indígenas de su rostro y vestimenta, como un guiño hacia sus raíces.
Con el nacimiento de la fotografía prolifera un nuevo medio que sin duda facilita el autorretrato. Es rápido y, además, las cámaras empiezan pronto a contar con mecanismos que permiten tomar la fotografía a distancia (aunque incluso antes de ello, hay artistas que ya se autorretratan utilizando varas de gran longitud, por ejemplo, para pulsar a distancia el disparador).
Curiosamente, el autorretrato fotográfico es explorado especialmente por mujeres. Los ejemplos son muchísimos y variados. Desde las fotografías oníricas en blanco y negro de la jovencísima Francesca Woodman hasta las instantáneas intervenidas con pintura de Ouka Lelee, pasando por la niñera fotógrafa Vivian Maier –rescatada del olvido cuando, mucho después de su fallecimiento, se encontró por casualidad su trabajo– o por Cindy Sherman, la mujer de los mil rostros.
Como hemos hecho este recorrido básicamente a través de la pintura, terminaremos con una autora de esta disciplina: Alice Neel. Para ello tomamos su autorretrato en el que se muestra anciana y desnuda, del que existe una fotografía de la autora, también anciana pero en este caso vestida, posando frente a su desnudo de grandes dimensiones. La obra resume perfectamente la carrera de la artista, de mirada feminista y muy enfocada en el desnudo subrayando, sobre todo, el erotismo de cuerpos que se salen de la norma.
Hasta ahora, habíamos mencionado a mujeres que se representaron mirando al espectador directamente –como Sofonisba–, desnudas –Woodman–, con naturalidad –como Valadon– y con cuerpos fuera de la norma –como Kahlo–, pero ninguna que aunara todas estas cuestiones como Alice Neel hizo. En la pieza que comentamos, titulada Autorretrato de Alice Neel, aparece sentada sobre un sillón, tejiendo, solo con unas gafas puestas. La escena, por supuesto, es surrealista e insólita –¿quién se desnuda integralmente para tejer?–, pero la naturalidad con la que trata el tema y el sosiego de los tonos pastel de la artista casi logra convencernos de que es algo normal la visión desenfadada de un cuerpo desnudo anciano, que se alejan de los cánones habituales. Sofía Guardiola