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EL COMERCIO Y LA LEY
Durante años pensé que era un error permitir que las obras de arte salieran de nuestro país. Me daba igual que fueran del siglo XX o del XXI. Eran españolas y debían seguir aquí. Veía a los comerciantes como unos sátrapas y a los coleccionistas como gente sospechosa que disfrutaba con el arte en sus casas en vez de hacerlo –como el resto de los mortales– en los museos, galerías o catedrales.
El tiempo me ha demostrado mi error. Si el arte español es admirado y valorado por tantas personas ha sido porque en sus países de origen han podido conocer algunas obras que despertaron su curiosidad y atención, y han querido viajar a nuestro país para conocer más a fondo lo que nuestra cultura ofrecía, no solo a los españoles, sino al mundo entero. Leyendo las operaciones e intrigas llevadas a cabo por el marqués de la Vega Inclán que María Luisa Menéndez cuenta en este número, uno puede irritarse, pero cuando visita la exposición de las obras maestras de la Hispanic Society de Nueva York en el Prado, ese enfado se transforma en agradecimiento a aquellos hombres que supieron ver en nuestro arte lo que a veces aquí no se valoraba tanto. Me encantaría tener en el Prado la Venus del Espejo de Velázquez, pero no imagino mejor embajada en el Reino Unido para ese desnudo prodigioso.
El Gobierno, como hemos conocido y debatido estos días en unas mesas sobre coleccionismo y derecho que ha organizado FIDE, está preparando una nueva Ley de Mecenazgo que establezca nuevos criterios –¡del siglo XXI!– para proteger, cuidar y conservar nuestro arte. Nadie duda de que los coleccionistas han dedicado su fortuna, tiempo y empeño, con frecuencia no exento de esfuerzo, a una pasión que debe ser premiada. No hay más que mirar a nuestro alrededor en Europa y Estados Unidos para darse cuenta de por dónde van los tiros. Es un buen momento para el consenso de una ley que nunca debería hacerse de otra manera. Su elaboración tampoco puede hacerse sin los coleccionistas y no solo por todo lo que saben de ello, sino porque han sido, a lo largo de tantos siglos, los guardianes de nuestro arte.
Por Fernando Rayón
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