Munch en Berlín: una relación estrecha que comenzó con un escándalo
La Berlinische Galerie inauguró el pasado 15 de septiembre una muestra cuyo eje central es la relación del artista noruego con la capital alemana, en la que vivió durante 20 años y a la que ayudó a convertirse en lo que fue después: uno de los principales focos europeos del arte de vanguardia.
El 12 de noviembre de 1892, el artista noruego Edvard Munch inauguró con 29 años, invitado por la Asociación de Artistas de Berlín, su primera exposición en la capital alemana. La muestra debía durar dos semanas, pero se clausuró a los pocos días de su comienzo, no sin antes despertar un escándalo que involucró tanto a la prensa como a las principales autoridades artísticas berlinesas de la época.
La muestra recibió el título Cuadros al estilo de Ibsen, con el que el público alemán se hizo a la idea de que encontrarían paisajes bucólicos de Noruega, con fiordos y montañas nevadas.
Sin embargo, lo que Munch mostró fueron unas pinturas con bloques de color sólido y con apariencia de boceto. Sus obras estaban llenas de formas ondulantes, extrañas, que a gran parte de los asistentes les resultaron no solo burdas e incomprensibles, sino incluso retorcidas. El historiador y publicista Adolf Rosenberg escribió para el Kunstchronik: «Lo que el noruego había logrado en términos de informe, de brutalidad de la pintura, crudeza y mezquindad de sentimiento eclipsa todos los pecados de los impresionistas franceses y escoceses».
Mientras tanto, Munch disfrutaba e incluso parecía divertirse con los sentimientos que su obra estaba despertando en los sectores más reaccionarios de la escena artística alemana, afirmando en las cartas que escribía a su familia que, en oposición a estas respuestas, había encontrado en la ciudad a un público joven que empatizaba con su obra y que la disfrutaba profundamente.
El sector más conservador de la Asociación de Artistas de Berlín consideró la muestra como una ofensa hacia los pintores que respetaban y seguían las tradiciones, a los que, según dijeron, se les estaba negando el espacio y la oportunidad de mostrar su obra en favor de un extranjero cuyo arte era brutal y degenerado, así como un insulto al público berlinés.
La cúpula de la asociación se encontraba dividida con respecto a Munch pero, tras una asamblea tumultuosa en la que triunfó el ala más tradicional de la entidad, se decidió la clausura de la muestra antes de tiempo, a los pocos días de su inauguración.
Resulta paradójico que la ciudad que poco después vería nacer al expresionismo rechazase a uno de sus principales antecesores de aquel modo, pero lo cierto es que Munch obtuvo de ello más ganancias que pérdidas: todos los periódicos de Berlín –y muchos de otras partes de Alemania– se hicieron eco del escándalo y, por tanto, también de la existencia del pintor noruego y de su obra. A continuación, los marchantes comenzaron a fijarse en ella y consiguió exposiciones en otros lugares del país como Düsseldorf o Colonia.
Ese mismo año incluso se instaló a orillas del Spree, donde permaneció durante los siguientes 20 años. La capital teutona, a su vez, se vio profundamente afectada por el asunto Munch: tanto el público como los artistas berlineses comenzaron a valorar más la libertad creadora, huyendo del pensamiento reaccionario que había expulsado al artista de la que fuera su primera exposición individual en Alemania. Tanto los propios autores como el mercado del país comenzaron a mirar hacia fuera, valorando los esfuerzos que se estaban haciendo en otros puntos de Europa por retorcer, renovar y experimentar con movimientos como el impresionismo.
A lo largo de su vida, Munch participó en más de 60 exposiciones en Berlín, aprendió técnicas de grabado en estrecha colaboración con artistas de la ciudad y, por primera vez en 1902, mostró al público un conjunto de obras suyas concebidas como un mismo proyecto unitario: el denominado Friso de la Vida. Con la llegada del nacionalsocialismo fue ensalzado primero y, después, considerado de nuevo un pintor degenerado, oscuro y retorcido, en un elocuente retroceso en el tiempo que habla de lo que la época más oscura del país supuso para sus gentes en todos los aspectos.
Ahora, la Berlinische Galerie indaga con la exposición Edvard Munch: Magia del norte en esa relación del artista noruego con la ciudad en la que escandalizó, triunfó y vivió, y a la que ayudó además a salir de un panorama artístico conservador y poco estimulante. Esta se compone de 80 obras de Munch y, para ayudar a contextualizar la época, de otras pinturas de artistas que despertaron la pasión berlinesa por el mundo nórdico, así como de autores que, al igual que Munch durante sus años de estancia en la ciudad, formaron parte de la escena artística moderna del Spree, como Walter Leistikow y Akseli Gallen-Kallela.
La muestra, realizada en colaboración con el Museo MUNCH de Oslo, podrá visitarse hasta el próximo 22 de enero. De forma paralela, del 18 de noviembre al 1 de abril se celebrará en el Palacio Barberini de Postdam la muestra Munch. Paisaje vital. Sofía Guardiola