Mark Rothko, 1952. Foto de Kay Bell Reynal
LA TRASCENDENCIA Y EL PODER TRANSFORMADOR DE ROTHKO
Mark Rothko (Dvinsk, antigua Rusia y hoy perteneciente a Letonia, 1903- Nueva York, 1970) ha sido, muy probablemente, uno de los grandes artistas e intelectuales desde los años 40 hasta 1970 en que se suicidó, no sólo por la fuerza expresiva y reinvención constante en sus pinturas sino también por una personalidad caracterizada por la complejidad y el intento casi sagrado de dar respuesta en sus composiciones, incluidos sus textos y reflexiones, a los aspectos más trascendentales del ser humano. En muchos de sus lienzos proyectó un recogimiento interior, que fue avanzando poco a poco, hasta llegar a los cuadros que pensó para el comedor de un restaurante de lujo en el edificio Seagram de Nueva York, luego cedidos a la Tate Gallery, los cuadros de gran formato que cuelgan en el salón capilla de la Phillips Collection y, sobre todo, los paneles pintados de la capilla multicreencia, realizados a mediados de la década de los 60, que hoy forman parte de la Fundación De Menil en Houston.
Se ha publicado recientemente una biografía titulada Mark Rothko. Buscando la luz de la Capilla, editada por Paidós y escrita por Annie Cohen-Solal, historiadora y gran biógrafa de Jean-Paul Sartre y del galerista Leo Castelli, por el que recibió el Premio Artcurial. Cohen-Solal. Como hizo con los dos personajes anteriores, la autora se ha aproximado a la figura de Rothko de una manera directa, investigando en su entorno familiar y profesional, y a través de los doce capítulos en los que articula el libro, de un modo muy novelado pero siempre riguroso, nos acerca a una figura fascinante, casi hercúlea, de un creador que llegó a Estados Unidos cuando solo contaba diez años, con su educación en el Talmud, huyendo con su familia de la Zona de Resistencia que estableció el Imperio Ruso para los judíos. En Portland, Oregón, Markus Rotkovitch llegó a ser un alumno aplicado y eso le permitió acudir a la Universidad de Yale en 1921, un período de caos pero también luminoso para él.
Por un lado, en Yale fue muy crítico con los valores que allí se ensalzaban, el deporte como factor integrador frente al debate y la cultura humanista que él pensaba debía imponerse en el campus universitario. Además en ese período que sintió como un fracaso personal, porque en algún modo había un cierto determinismo social contra el que Rothko se rebeló, dado que las hermandades actuaban como castas y por tradición excluían a los judíos. Por otro lado, tras su estancia de dos años en Yale puso rumbo a Nueva York y al ir a visitar a un amigo en la Arts Students League, y ver unos dibujos del cuerpo humano, descubrió la pasión de su vida: el arte y la pintura. En 1925 se sumergió de lleno en su vocación de artista y cuatro años más tarde comenzó a ejercer la docencia en la School Academy del Centro Judío de Brooklyn, lo que confirió estabilidad a su vida y donde permaneció hasta 1952.
Los años 30 del siglo pasado fueron fundamentales para el desarrollo de las artes visuales en Estados Unidos, con la inauguración del MoMA en 1929, el Whitney en 1931 y ocho años más tarde con el Museo de Arte No Objetivo de Hilla Rebay con las obras de la colección Solomon R. Guggenheim. En esa década surgió el grupo Ten, en que estaban Gottlieb y Rothko, entre otros, para proyectar el arte norteamericano hacia la modernidad. Fueron unos años donde Rothko pintó acuarelas, óleos y gouaches hasta que en la primera mitad de los años 40 pasó con rapidez por varias etapas estilísticas, desde la figuración a lo mitológico, luego un giro levemente surrealista y a partir de 1949 a la abstracción cromática, aunque tuvo un bloqueo como pintor y se dedicó a escribir porque como afirmó su hijo Christopher su padre era un pintor de ideas y “la escritura del libro- La realidad del artista- era simplemente una forma de traerlas al mundo”. En suma, un intelectual cuyas opiniones eran rigurosas y solían tomarse muy en serio, porque como escribe Cohen-Solal “la visión de Rothko acerca de la historia del arte puede compararse a la de Hegel: el arte vive a través del artista conforme a un producto final y evoluciona en cada generación”.
Un pintor vanguardista y alquimista del color
La relación de Rothko con Howard Putzel, ayudante de Peggy Guggenheim, que supo introducirle en el mundo del coleccionismo, y más tarde con la galerista Betty Parsons, primero, y con el marchante Sidney Janis después, o la complicidad con Katharine Kup, galerista y conservadora de pintura especialista en el Art Institute de Chicago fueron muy importantes, tanto por las ventas de sus obras como por la primera exposición de Rothko en el museo de Chicago en 1954, lo que afianzó la amistad entre ellos. Un año más tarde expondría por primera vez en la galería de Janis. Su prestigio subía y contribuyó a legitimar la obra de Rothko como un vanguardista. En ese momento su gama cromática se caracterizaba por los blancos suntuosos y los negros profundos sobre fondos rojos, marrones y morados. El profesor y crítico Gillo Dorfles, dijo sobre Rothko que es “el único artista que se mueve en una dirección totalmente diferente… La pintura de Rothko constituye un límite y, a la vez, un inicio: el de un nuevo tonalismo”. Había fijado la marca Rothko que le distinguía de todos sus coetáneos.
En sus últimos doce años tuvo tiempo de emprender su segundo viaje a Europa, con su mujer Mell y su hija Kate, y visitó algunas ciudades italianas, Napolés, Roma y las ruinas de Pompeya, Tarquinia y Venecia. Más tarde viajó a París y por último a Gran Bretaña, para más adelante regresar a Nueva York. En pleno éxito le encargaron la decoración del restaurante de lujo Four Seasons en el edificio Seagram de Nueva York, lo que le desconcertó y finalmente rechazó un trabajo muy bien pagado porque rechazaba colaborar en un espacio suntuoso y decorativo y donó los paneles que realizó poco más tarde a la Tate Gallery de Londres
La innovación constante fue uno de los ejes de su trayectoria como artista y un día visitó la sala “capilla” Rothko, que habían instalado en la Phillips Collection, con tan solo tres pinturas de los años 50, pero pensada para propiciar la meditación. Todo ese proceso y la influencia de los pintores italianos culminaron en 1965 cuando la familia De Menil de Houston le encargó que hiciera catorce paneles para un espacio octogonal en forma de capilla multiconfesional, que resultó ser la culminación de toda su carrera: Rothko ofreció al realizar este trabajo un entorno, una experiencia y algo muy parecido a una revelación. Este alquimista del color no sólo dominaba los procedimientos pictóricos sino que sabía combinar técnicas antiguas con descubrimientos. Como afirmó su amigo Robert Motherwell: “aquellas finas capas de color eran literalmente sus estandartes, sus escudos, sus fórmulas mágicas contra los terrores del mundo”. Una biografía imprescindible, bien documentada e ilustrada con fotografías de su vida y entorno, y una selección de algunas de sus obras maestras, que nos revela con delicadeza los territorios íntimos y creativos de un gigante del arte del siglo XX.
Julián H. Miranda
Mark Rothko. Buscando la luz de la Capilla.
Editorial Paidós Ibérica. Nº páginas: 282
PVP: 26 euros