Cómo aprendieron a dibujar los grandes maestros
A veces podemos caer en el juicio de que los grandes pintores como Ribera, Velázquez, Rubens… o incluso aquellos de segunda y tercera fila, habían nacido con un don para representar la realidad de manera automática o casi inconsciente. Nada más lejos de la realidad, pues todos ellos tuvieron que ensayar y practicar una y otra vez para alcanzar al notable y sobresaliente en sus obras. La nueva exposición del Prado nos demuestra cómo estos artistas sabían bien que no había talento sin esfuerzo y trabajo. Y como no se puede ser buen pintor si no se es buen dibujante, este fue el área de aprendizaje en el que tuvieron que aplicarse a fondo y seguir las instrucciones de sus maestros en el taller.
Uno de los métodos de formación que utilizaban los maestros para los alumnos fue el uso de cartillas, donde aprendían, a base de repetición y memorización, a representar aquellas formas más complicadas, generalmente anatómicas. En la exposición se ven mucho estudios de labios, bocas, ojos, de manos, pies, musculaturas e incluso expresiones faciales de emociones. El maestro de papel. Cartillas para aprender a dibujar de los siglos XVII al XIX, es una exposición que permite comprender el uso de estas cartillas como instrumento pedagógico esencial para el aprendizaje del dibujo y su evolución en Europa y, por extensión, en España.
Compuesta por más de 100 piezas procedentes en su mayor parte de la Biblioteca del propio Museo del Prado –que es una de las más importantes en este ámbito gracias a la adquisición de la colección de cartillas de Juan Bordes, que se sumó a las de las bibliotecas Madrazo y Cervelló y a otras compras individuales– la exposición propone un recorrido por estas estampas basadas en la figura humana que revolucionaron por completo el sistema de enseñanza del dibujo en los talleres de los artistas, las Academias de Bellas Artes y los hogares de los aficionados al arte.
A partir de esquematizaciones, proporciones o líneas de contornos y sombreados, el alumno podía guiarse sin la necesidad de la presencia y supervisión del maestro. A través de la copia continua y repetitiva de los modelos representados en las estampas, el aprendiz lograba memorizar sus gestos y avanzar tanto en la destreza y cualidades de su dibujo como en la comprensión del cuerpo humano. Entender cómo emplearon estos materiales resulta clave para valorar el grado de eficacia que las cartillas tuvieron en la formación de la disciplina del dibujo.
Todo empezó en Italia, como siempre. A principios del siglo XVII surgieron una serie de materiales pedagógicos que modificaron la tradicional metodología del aprendizaje del dibujo que, hasta entonces, consistía, básicamente, en la copia directa del natural o de vaciados en yeso y, en ocasiones, de dibujos facilitados por el propio maestro. Estos nuevos materiales fueron las cartillas de dibujo, también conocidas como cartillas de principios. Su novedad consistía en el empleo del grabado como medio para recopilar diferentes modelos y partes del cuerpo humano, de manera que el estudio del dibujo adquirió una nueva perspectiva. Los maestros apuntaban en sus cartillas las directrices o correcciones a modo de esquema, para que el aprendiz se «aprendiese la fórmula» hasta hacerlo bien de primeras. No obstante, paulatinamente la supervisión por parte del maestro dejó de ser tan directa y presencial y, lo que es más interesante, el número de aspirantes a aprender a dibujar se incrementó considerablemente, ya que el aprendizaje no quedó limitado al entorno de los artistas y los talleres, sino que se extendió tanto a aficionados como a particulares que desde sus hogares podían aprender a dibujar siguiendo tan solo las directrices e instrucciones presentes en las cartillas. De esta manera, se generalizó la praxis del dibujo autodidacta.
En apenas una década, se publicaron en Italia las tres primeras cartillas de dibujo que dieron origen a este género didáctico. Aunque todas ellas partían del mismo planteamiento, el de aprender a dibujar desde lo particular a lo general, es decir, desde las partes del rostro hasta la figura humana completa, sus metodologías y procedimientos difirieron considerablemente. Odoardo Fialetti apostó por un sistema basado en la línea, en el que mediante la sucesión de los trazos el aprendiz lograba memorizar cada gesto hasta formar el modelo deseado. Por otro lado, los Carracci introdujeron una práctica según la cual el discípulo comenzaba por los contornos de las figuras, dibujando tan solo sus formas lineales, para, a continuación, una vez dominados sus perfiles, aplicar el sombreado y conseguir los volúmenes deseados. Por último, Giacomo Franco y Jacopo Palma el Joven, propusieron otro método más abigarrado, en el que los modelos se reunían ocupando toda la composición, lo que determinaba que el principiante tuviera que observar detenidamente las figuras y memorizar sus formas hasta conseguir dibujarlas sin la necesidad de la cartilla.
Lógicamente, no tardaron mucho tiempo en llegar a España. La presencia de artistas italianos en la corte, así como los viajes realizados por los jóvenes aprendices españoles a Italia, permitió que estos materiales pedagógicos circularan rápidamente entre los distintos ámbitos artísticos de nuestro país. Esta circunstancia tuvo, además, una mayor trascendencia, puesto que coincidió que durante esos mismos años existió la iniciativa de instaurar en Madrid una academia de arte al estilo de la de San Lucas en Roma. Así, tan solo tres décadas después de la primera publicación italiana de una cartilla de dibujo, en Madrid ya aparecieron los primeros modelos grabados por un artista español.
Si bien el número de cartillas españolas editadas entre los siglos XVII y XIX fue reducido, su interés es excepcional, pues no solo se hicieron eco prontamente de esta incipiente tradición artística, sino que además, desde sus inicios destacaron por su carácter autóctono –y en ocasiones novedoso–, y por la existencia de elementos singulares acordes con las particularidades nacionales. Son por ello muy destacables nombres como los de Pedro de Villafranca, Vicente Salvador Gómez, José García Hidalgo, Matías de Irala o José López Enguídanos y, sí, también una mujer, María del Carmen Saiz.