Todas las manos de Rubens
¿Cómo se distingue un cuadro de taller de uno del maestro? ¿Cuántas capas de pintura hay en un lienzo del siglo XVII? ¿Qué elementos no podían faltar en un estudio barroco? Esas son algunas de las preguntas a las que trata de responder Alejandro Vergara en su última exposición del Museo del Prado ubicada en la sala 16B, donde recrea hasta el olor de un obrador del Siglo de Oro.
Es una exposición pequeña pero condensa muchos detalles. Quizá por eso, el comisario de El taller de Rubens que puede verse en el Prado insiste en que “es una invitación a mirar de cerca”. A observar con calma. A comparar tablas, escenas y pinceladas. Porque basta una única estancia para ilustrar cómo era y cómo se trabajaba en un obrador del siglo XVII: en equipo, para producir más y mejor.
Cerca de una treintena de obras expuestas en la sala 16B permiten acercarnos a cuadros del maestro, pero también de sus discípulos, escenas sin acabar, figuras añadidas en el último momento o comparativas entre el original y la copia.
Además, se ha recreado físicamente el espacio donde debió de transcurrir la vida profesional del artista desde 1610 en Amberes, cuando no estaba haciendo labores de diplomático o embajador.
Es un espacio lleno de caballetes, lienzos y tientos, esas pequeñas varas que utilizan los pintores como punto de apoyo para fijar su pulso. También hay bustos clásicos, en alusión a su pasión coleccionista; un florete, porque los Archiduques le ciñeron la espada; y un sombrero teñido con palo de campeche, así como conchas donde guardar el pigmento. Una recreación donde nada ha quedado al azar, ¡si hasta se percibe el olor de la trementina!
Desde luego, esta instalación hecha con ayuda del pintor Jacobo Alcalde Gibert es una de las piezas que más sorprende, por el montaje y por la cantidad de detalles. No en vano, el principal objetivo de El taller de Rubens –que puede visitarse hasta el 16 de febrero en el Prado– era mostrar cómo los pintores europeos no trabajaban solos; se valían de múltiples colaboradores. Algo que no es nuevo, pero que rara vez se había abordado en una exposición, al menos tan claramente.
“Si yo hubiese pintado el cuadro sin ayuda, hubiese costado el doble”, reconocía el propio Pedro Pablo Rubens en una carta de 1621, donde hablaba sin tapujos de los diferentes precios que tenían las composiciones que se hacían en su estudio.
Todas ellas salían bajo la marca del maestro, aunque en realidad había de todo: cuadros pintados al 100% por él, otros de discípulos basados en un boceto suyo, incluso escenas ejecutadas entre varios que contaban con un último toque del maestro.
Y si cada una tenía una mayor o menor implicación del artista, no había por qué esconderlo. Por eso, no sorprende que en otra carta dirigida en 1618 en Dudley Carleton, hiciese un despliegue de su lista de precios: “Daniel entre muchos leones, original todo de mi mano, por 600 florines (…) Un cuadro de Aquiles empezado por el mejor de mis discípulos, todo retocado de mi mano, 600 florines (…) Un Juicio final, comenzado por uno de mis discípulos según modelo mío. Al no estar terminado, se retocaría todo él de mi propia mano y de ese modo pasaría por original, por 1.200 florines”. Así era la realidad de entonces y nadie se asustaba por ello.
Ahora, en cambio, el debate sobre si una obra es o no original se ha convertido en un asunto capital, sobre todo por los ceros que eso puede significar en el mercado del arte. Por eso esta muestra era “necesaria”, como dice Miguel Falomir, porque trata “un tema tabú que es la cuestión de la autoría”; algo que puede ser fundamental para marcar un precio, pero no para la historia del arte. Porque más allá de la mano que cogió el pincel o de la calidad de la obra, también es importante contextualizar esas pinturas, entender cómo surgieron y adentrarnos en su proceso creativo (que en el caso de Rubens se hacía por capas mojado sobre mojado).
Por eso esta es una propuesta para disfrutar con calma y observar con lupa. Para fijarse en los detalles y jugar a las diferencias entre el retrato de Ana de Austria, reina de Francia pintado por Rubens y por un discípulo aventajado. ¿Cuál es cuál? No se dejen llevar por la magnificencia del marco, las grandes composiciones no necesitan envoltorio.
Y un último detalle más. El taller de Rubens se sitúa deliberadamente mezclada con la colección permanente del Prado porque desea generar sorpresa entre los asistentes. Uno camina por la Galería Central absorto en las grandes composiciones de Tintoretto, Tiziano, Reni o el mismo Rubens cuando, de improviso, se encuentra en una sala que le introduce de lleno en un obrador de la edad moderna. Concretamente de uno de los autores más prolíficos del momento, que trabajó con autores como Van Dyck, Jaques Jordaens, Teniers el Viejo o Willem Panneel, y pintó una media de tres obras al mes. Por supuesto, con ayuda de medio centenar de manos. Sol G. Moreno