22 millones para Banksy: disidencia prêt-à-porter
El pasado 14 de octubre, tuvo lugar la venta Contemporary Art Evening Auction en Sotheby’s donde, entre otras piezas, se ofrecía Love is in the bin –El amor está en la papelera– de Banksy que, con unas estimaciones de entre 4,7 y 7,1 millones de euros, se adjudicó por 22 millones de euros a un coleccionista asiático. La pieza saltó a la fama el día de su debut en el mercado, hace tres años, cuando todavía se titulaba Niña con globo y lo único que la diferenciaba de otras pinturas similares del desconocido autor era un enmarcado especialmente voluminoso en un estilo historicista. En el momento en el que en esa primera venta el martillo descendió en casi 1,2 millones de euros, la función del marco fue desvelada según se comía la pintura y la excretaba triturada.
Las reacciones ese 5 de octubre fueron mixtas, desde el habitual «esto es una tomadura de pelo» al no poco menos común «hemos asistido a un acontecimiento histórico». La que sonó con menos fuerza –no tanto por volumen sino por convicción– fue la que consideraba que Banksy había dado un derechazo a su despreciado enemigo, el mercado. Según esta lectura, cuando supuestamente el artista entregó Niña con globo a su publicista Jo Brooks para que lo subastase en Sotheby’s, su intención habría sido la de arruinar al comprador y desalentar futuras ventas de su obra.
Esa teoría podría tener su base porque no es la primera vez que Banksy trata de manipular el volátil mercado del arte tratando de demostrar su arbitrariedad. El 2013 fue noticia al vender sus obras por apenas 60 dólares en un puesto de Central Park. Los transeúntes las tomaron por réplicas o, simplemente, eran ajenos a la producción del artista. El mensaje estaba claro, sus obras –que en ese momento se vendían por miles de dólares– no valían prácticamente nada si no las respaldaba el mercado tradicional.
Si ya esta tesis, la de que no existe un valor intrínseco para nada, estaba agotada –por repetición– intelectualmente en 2013 para un artista que era fundamentalmente contestatario, complejo de calificar y de vender –al menos en sus obras como grafitero– ¿qué valor puede tener para uno que ya está asentado en el establishment del arte? En un mundo en el que Piero Manzoni lleva 60 años muerto ¿todavía podemos detenernos en estas vagas cuestiones filosóficas ya respondidas?
Quizá sí, pero habría que dejar de fingir sorpresa. También es posible que el mundo del arte se haya transformado por completo en uno en el que cada generación repite la rebeldía de la anterior con unos cambios mínimos y aún así es percibida como transgresora.
Es difícil saber si en esta reaparición de Love is in the bin –con el éxito de su reventa por 22 millones de euros– hemos afinado nuestra interpretación. De nuevo se han planteado cuestiones que parecen ignorar la verdadera naturaleza de la pieza. Así, The Art Newspaper se preguntaba si la obra, que había sido fechada hace tres años como creación del 2006, era realmente de ese momento o mucho más reciente. La que en otro mundo habría sido una pregunta lícita –»¿Han proporcionado información errónea a un comprador?»– yerra completamente en 2021.
El que mejor lo ha expresado ha sido Alex Branczik, presidente del departamento de Arte moderno y contemporáneo de Sotheby’s en Asia: «El asunto es que la obra que estamos vendiendo ahora no es la misma [que en 2018]. Esta fue creada el 5 de octubre de 2018 en la sala de venta de Sotheby’s y nunca ha estado a la venta públicamente».
En ARS51 en la crónica de mercado clásico, Contenedores de ‘provenance’, ya explorábamos este creciente cambio en la valoración de las piezas, más aún en el contexto de la inmaterialidad reivindicada por los NFT: el valor de la obra reside en su historia, en su procedencia, en los nombres conocidos que se puedan asociar a ella o en los acontecimientos históricos que representa. Love is in the bin es un icono, no una pintura. Es un meme hecho arte.
Por todo esto, seríamos unos incautos si pensásemos que el efecto deseado por la –oportuna– destrucción solo hasta la mitad del lienzo en directo en uno de los «templos» del mercado no tenía como objetivo la creación de un instante único muy rentable. La posibilidad de la reproducción de obras cada vez más fielmente, la desmaterialización a la que ha contribuido el arte conceptual y la proliferación de arte digital –entre otras corrientes– nos ha llevado a un punto crítico para el concepto de «original». Todos los creadores que se muevan en esas fronteras apreciarán el valor de lo que ha hecho Banksy con Love is in the bin.
Branczik también hizo declaraciones muy oportunas a este respecto cuando se le preguntó por la existencia de otras piezas idénticas al original Niña con un globo, luego rebautizada Love is in the bin: «Esas obras no tienen el marco, no son obras performativas, y no se llaman Love is in the bin, y si lo hacen, quizá se llamen Test Run for Love is in the bin (Prueba para El amor está en la papelera). Cuantas de esas son pruebas originales o si Banksy las hizo posteriormente, es algo que habría que preguntar a Pest Control (la firma que certifica la autenticidad de las obras de Banksy)».
Tampoco debe pillarnos por sorpresa esta interpretación. Existe el claro precedente de la performance o el happening, e incluso, en el proceso por el cual el cuadro más famoso del mundo, La Mona Lisa, alcanzó la celebridad. Esa pequeña pintura mal conservada adquirió su halo de obra maestra entre las obras maestras principalmente a causa de su robo en 1911. Fueron el evento y la presencia mediática los que dieron su relevancia al retrato.
La utilización de estas tácticas por parte de Banksy cuando su obra ya sobrepasaba la barrera del millón de dólares lo único que quizá debería conllevar es su salto de la fila de los artistas anti-establishment –que no tiene pudor en destripar la historia del ascenso de Mr. Brainwash y el absurdo inherente al mercado en el «documental» Exit Through the Gift Shop– a las de los enfants terribles encabezada por Jeff Koons y, un ya menos relevante, Damien Hirst.
Marketing disfrazado de gamberrada dirigido a un público que quiere demostrar que sabe encajar la broma, y que es consciente de la existencia de esos «idiotas» que denunciaba el artista en I can believe you morons actually buy this shit –Idiotas, no me puedo creer que compréis esta mierda– pero que se creen a salvo por que comprenden la intención del artista. Si entiendo la broma no se están riendo de mi, sino conmigo.
Esas típicas acciones de Banksy pudieron surtir un cierto efecto romántico en el pasado, pero en el clima actual del mercado donde las ocurrencias son la mejor publicidad –resulta especialmente llamativo que Sotheby’s mostrase la bandera de su sede principal medio triturada los días previos a la venta– y las gamberradas son perpetradas desde las instituciones, la crítica al sistema ha sido absorbida por el propio sistema y trabaja en su beneficio. A ese nivel, no hay disidencia ajena al marketing; la empresa y la competencia son la misma persona. Héctor San José.